UNA PREGUNTA UN PERIODISTA EUROPEO, de izquierda por más señas, me ha pregun-tado hace unos días: «¿Existe una cultura latinoamericana?». Conversábamos, como es natural, sobre la reciente polémica en torno a Cuba, que acabó por enfrentar, por una parte, a algunos intelectuales burgueses europeos (o aspi-rantes a serlo), con visible nostalgia colonialista; y por otra, a la plana mayor de los escritores y artistas latinoamericanos que rechazan las formas abiertas o veladas de coloniaje cultural y político. La pregunta me pareció revelar una de las raíces de la polémica, y podría enunciarse también de esta otra mane-ra: «¿Existen ustedes?». Pues poner en duda nuestra cultura es poner en duda nuestra propia existencia, nuestra realidad humana misma, y por tanto estar dispuestos a tomar partido en favor de nuestra irremediable condición colo-nial, ya que se sospecha que no seríamos sino eco desfigurado de lo que suce-de en otra parte. Esa otra parte son, por supuesto, las metrópolis, los centros colonizadores, cuyas «derechas» nos esquilmaron, y cuyas supuestas «izquier-das» han pretendido y pretenden orientarnos con piadosa solicitud. Ambas cosas, con el auxilio de intermediarios locales de variado pelaje. + Estas páginas son sólo unos apuntes en que tesumo opiniones y esbozo otras para la discusión sobre la cultura en nuestra América. El trabajo apareció originalmente en Casa de las Américas, N° 68, septiembre-octubre de 1971. 19 TODO CALIBAN Si bien este hecho, de alguna manera, es padecido por todos los países que emergen del colonialismo —esos países nuestros a los que esforzados intelec-tuales metropolitanos han llamado torpe y sucesivamente barbarie, pueblos de color, países subdesarrollados, Tercer Mundo—, creo que el fenómeno alcanza una crudeza singular al tratarse de la que Martí llamó «nuestra América mestiza». Aunque puede fácilmente defenderse la indiscutible tesis de que todo hombre es un mestizo, e incluso toda cultura; aunque esto pare-ce especialmente válido para el caso de las colonias, sin embargo, tanto en el aspecto étnico como en el cultural es evidente que los países capitalistas alcanzaron hace tiempo una relativa homogeneidad en este orden. Casi ante nuestros ojos se han realizado algunos reajustes: la población blanca de los Estados Unidos (diversa, pero de común origen europeo) exterminó a la población aborigen y echó a un lado a la población negra, para darse por encima de divergencias esa homogeneidad, ofreciendo así el modelo cohe-rente que sus discípulos los nazis pretendieron aplicar incluso a otros con-glomerados europeos, pecado imperdonable que llevó a algunos burgueses a estigmatizar en Hitler lo que aplaudían como sana diversión dominical en westerns y películas de Tarzán. Esos filmes proponían al mundo —incluso a quienes estamos emparentados con esas comunidades agredidas y nos regoci-jábamos con la evocación de nuestro exterminio— el monstruoso criterio racial que acompaña a los Estados Unidos desde su arrancada hasta el geno-cidio en Indochina. Menos a la vista el proceso (y quizá, en algunos casos, menos cruel), los otros países capitalistas también se han dado una relativa homogeneidad racial y cultural, por encima de divergencias internas. Tampoco puede establecerse un acercamiento necesario entre mestizaje y mundo colonial. Este último es sumamente complejo1, a pesar de básicas afi-nidades estructurales, y ha incluido países de culturas definidas y milenarias, algunos de los cuales padecieron o padecen la ocupación directa —la India, Vietnam— y otros la indirecta —China—; países de ricas culturas, menos homogéneos políticamente, y que han sufrido formas muy diversas de colo-nialismo —el mundo árabe—; países, en fin, cuyas osamentas fueron salva-jemente desarticuladas por la espantosa acción de los europeos —pueblos del África negra—, a pesar de lo cual conservan también cierta homogeneidad étnica y cultural: hecho este último, por cierto, que los colonialistas trataron de negar criminal y vanamente. Aunque en estos pueblos, en grado mayor o ICf. Yves Lacosre: Les pays sous-développés, París, 1959, ***. pp. 82-84. Una tipología sugestiva y polémica de los países extraeuropcos ofrece Darcy Ribeiro en Las Américas y la civilización, trad. de R. Pi Hugarte, t. 1, Buenos Aires, 1969, pp. 112-128. 20 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR menor, hay mestizaje, es siempre accidental, siempre al margen de su línea central de desarrollo. Pero existe en el mundo colonial, en el planeta, un caso especial: una vasta zona para la cual el mestizaje no es el accidente, sino la esencia, la línea cen-tral: nosotros, «nuestra América mestiza». Martí, que tan admirablemente conocía el idioma, empleó este adjetivo preciso como una señal distintiva de nuestra cultura, una cultura de descendientes de aborígenes, de europeos, de africanos, —étnica y culturalmente hablando. En su «Carta de Jamaica» (1815), el Libertador Simón Bolívar había proclamado: «Nosotros somos un pequeño género humano: poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias»; y en su mensaje al Congreso de Angostura (1819) añadió: Tengamos en cuenta que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del norte, que más bien es un compuesto de África y de América que una emanci-pación de Europa, pues que hasta la España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado; el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y éste se ha mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza, trae un reato de la mayor trascendencia. Ya en este siglo, en un libro confuso como suyo, pero lleno de intuiciones (La raza cósmica, 1925), el mexicano José Vasconcelos señaló que en la América Latina se estaba forjando una nueva raza, «hecha con el tesoro de todas las anteriores, la raza final, la raza cósmica»2. Este hecho está en la raíz de incontables malentendidos. A un euronorte-americano podrán entusiasmarlo, dejarlo indiferente o deprimirlo las cultu-ras china o vietnamita o coreana o árabe o africana, pero no se le ocurriría confundir a un chino con un noruego, ni a un bantú con un italiano; ni se le ocurriría preguntarles si existen. Y en cambio, a veces a algunos latinoa-mericanos se los toma como aprendices, como borradores o como desvaídas 2 Un resumen sueco de lo que se sabe sobre esta materia se encontrará en el estudio de Magnus Mórncr La mezcla de razas en la historia dt América Latina, trad., revisada por el autor, de Jorge Piatigorsky, Buenos Aires, 1969. Allí se reconoce que «ninguna parte del mundo ha presenciado un cruzamiento de razas tan gigantesco como r! que ha estado ocurriendo en América Latina y en el Caribe desde 1492» (p. 15). Por supuesto, lo que me interesa en estas notas no es el irrelevante hecho biológico de las «razas», sino el hecho histérico de las «culturas»: cf. Claudc Lévi-Strauss: Race et histoire... [1952] París, l%8, passim. 21 TODO CALIBAN copias de europeos, incluyendo entre estos a los blancos de lo que Martí llamó «la América europea», así como a nuestra cultura toda se la toma como un aprendizaje, un borrador o una copia de la cultura burguesa europea («una emanación de Europa», como decía Bolívar): este último error es más fre-cuente que el primero, ya que confundir a un cubano con un inglés o a un guatemalteco con un alemán suele estar estorbado por ciertas tenacidades étnicas; parece que los rioplatenses andan en esto menos diferenciados étnica aunque no culturalmente. Y es que en la raíz misma está la confusión, por-que descendientes de numerosas comunidades indígenas, europeas, africanas, asiáticas, tenemos, para entendernos, unas pocas lenguas: las de los coloniza-dores. Mientras otros coloniales o excoloniales, en medio de metropolitanos, se ponen a hablar entre sí en sus lenguas, nosotros, los latinoamericanos y caribeños, seguimos con nuestros idiomas de colonizadores. Son las linguas francas capaces de ir más allá de las fronteras que no logran atravesar las len-guas aborígenes ni los creóles. Ahora mismo, que estoy discutiendo con estos colonizadores, ¿de qué otra manera puedo hacerlo, sino en una de sus len-guas, que es ya también nuestra lengua, y con tantos de sus instrumentos conceptuales, que también son ya nuestros instrumentos conceptuales? No es otro el grito extraordinario que leímos en una obra del que acaso sea el más extraordinario escritor de ficción que haya existido. En La tempestad, la obra última (en su integridad) de William Shakespeare, el deforme Caliban, a quien Próspero robara su isla, esclavizara y enseñara el lenguaje, lo increpa: «Me enseñaron su lengua, y de ello obtuve/ El saber maldecir. ¡La roja plaga/ Caiga en ustedes, por esa enseñanza!». («You taught me language, and my profit on't/ Is, I know to curse. The red plague rid you/ For learning me your language!») {La tempestad, acto I, escena 2.) PARA LA HISTORIA DE CALIBAN Caliban es anagrama forjado por Shakespeare a partir de «caníbal» —expre-sión que, en el sentido de antropófago, ya había empleado en otras obras como La tercera parte del rey Enrique VI y Ótelo—, y este término, a su vez, proviene de «caribe». Los caribes, antes de la llegada de los europeos, a quie-nes hicieron una resistencia heroica, eran los más valientes, los más batalla-dores habitantes de las tierras que ahora ocupamos nosotros. Su nombre es perpetuado por el Mar Caribe (al que algunos llaman simpáticamente el Mediterráneo americano; algo así como si nosotros llamáramos al Mediterráneo el Caribe europeo). Pero ese nombre, en sí mismo —caribe—, y en su deformación caníbal, ha quedado perpetuado, a los ojos de los euro-peos, sobre todo de manera infamante. Es este término, este sentido, el que recoge y elabora Shakespeare en su complejo símbolo. Por la importancia excepcional que tiene para nosotros, vale la pena trazar sumariamente su his-toria. En el Diario de navegación de Cristóbal Colón aparecen las primeras men-ciones europeas de los hombres que darían material para aquel símbolo. El domingo 4 de noviembre de 1492, a menos de un mes de haber llegado Colón al continente que sería llamado América, aparece esta anotación: «Entendió también que lejos de allí había hombres de un ojo, y otros con hocicos de perros que comían a los hombres»3; el viernes 23 de noviembre, esta otra: «la cual decían que era muy grande [la isla de Haití: Colón la lla-maba por error Bohío], y que había en ella gente que tenía un ojo en la fren-te, y otros que se llamaban caníbales, a quienes mostraban tener gran miedo». El martes 11 de diciembre se explica «que caniba no es otra cosa que la gente del gran Can», lo que da razón de la deformación que sufre el nombre cari-be —también usado por Colón: en la propia carta «fecha en la carabela, sobre la Isla de Canaria», el 15 de febrero de 1493, en que Colón anuncia al mundo su «descubrimiento», escribe: «así que monstruos no he hallado, ni noticia, salvo de una isla [de Quarives], la segunda a la entrada de las Indias, que es poblada de una gente que tienen en todas las islas por muy feroces, los cua-les comen carne humana»4. Esta imagen del caribe/caníbal contrasta con la otra imagen del hombre americano que Colón ofrece en sus páginas: la del arauaco de las grandes Antillas —nuestro taino en primer lugar—, a quien presenta como pacífico, manso, incluso temeroso y cobarde. Ambas visiones de aborígenes america-3 En las palabras iniciales de su Diario, dirigidas a los Reyes Católicos, Colón menciona «la información que yo había dado a Vuestras Mtezas de las tierras de India y de un príncipe que es llamado Gran Can, que quiere decir en nuestro romance Rey de los Reyes». En lo que toca al termino «caribe» y su evolución, cf. Pedro Henríquez Ureña: «Caribe» [1938], Observaciones sobre el español en América y otros estudios filológicos, compilación y prólogo de Juan Carlos Ghiano, Buenos Aires, 1976. Y en lo que toca a la atribución de antropofagia a los caribes, cf. estos autores, que impugnan tal atribución: Julio C. Salas: Etnografía americana. Los indios caribes. Estudio sobre el origen del mito de la antropofagia, Madrid, 1920; Richard B. Muore: Caribs, "Canibals» and Human Relations, Barbados, 1972; Jalil Sued Badillo: Los caribes: realidad o fábula. Ensayo de rectificación histórica, Río Piedras, Puerto Rico, 1978; W. Arens: «2. Los Antropófagos Clásicos», El mito del canibalismo, antropología y antropofagia [1979], traducido del inglés por Stclla Mastrángelo, México, 1981; Peter Hulmc: «1. Columbus and the Cannibals» y «2. Caribs and Arawaks», Colonial Encounters. EuropeandtheNative Caribbean, 1492-1797, Londres y Nueva York, 1986. En los tres últimos títulos se ofrecen amplias bibliografías. 4 La carta de Colón anunciando el descubrimiento del Nuevo Mundo, 15 de febrero-14 de marzo 1493, Madrid 1956, p. 20. 23 Siguiente TODO CALIBAN nos van a difundirse vertiginosamente por Europa, y a conocer singulares desarrollos. El taino se transformará en el habitante paradisíaco de un mundo utópico: ya en 1516, Tomás Moro publica su Utopía, cuyas impre-sionantes similitudes con la isla de Cuba ha destacado, casi hasta el delirio, Ezequiel Martínez Estrada5. El caribe, por su parte, dará el caníbal, el antro-pófago, el hombre bestial situado irremediablemente al margen de la civili-zación, y a quien es menester combatir a sangre y fuego. Ambas visiones están menos alejadas de lo que pudiera parecer a primera vista, constituyen-do simplemente opciones del arsenal ideológico de la enérgica burguesía naciente. Francisco de Quevedo traducía Utopía como «No hay tal lugar». «No hay tal hombre», puede añadirse, a propósito de ambas visiones. La de la criatura edénica es, para decirlo en un lenguaje más moderno, una hipó-tesis de trabajo de la izquierda de la burguesía, que de ese modo ofrece el modelo ideal de una sociedad perfecta que no conoce las trabas del mundo feudal contra el cual combate en la realidad esa burguesía. En general, la visión utópica echa sobre estas tierras los proyectos de reformas políticas no realizados en los países de origen, y en este sentido no podría decirse que es una línea extinguida; por el contrario, encuentra peculiares continuadores —aparte de los continuadores radicales que serán los revolucionarios conse-cuentes— en los numerosos consejeros que proponen incansablemente a los países que emergen del colonialismo mágicas fórmulas metropolitanas para resolver los graves problemas que el colonialismo nos ha dejado, y que, por supuesto, ellos no han resuelto en sus propios países. De más está decir la irritación que produce en estos sostenedores de «no hay tal lugar» la inso-lencia de que el lugar exista, y, como es natural, con las virtudes y defectos no de un proyecto, sino de una genuina realidad. En cuanto a la visión del caníbal, ella se corresponde —también en un lenguaje más de nuestros días— con la derecha de aquella misma burguesía. Pertenece al arsenal ideológico de los políticos de acción, los que realizan el trabajo sucio del que van a disfrutar igualmente los encantadores soñadores de utopías. Que los caribes hayan sido tal como los pintó Colón (y tras él una inacabable caterva de secuaces), es tan probable como que hubieran existido los hombres de un ojo y otros con hocico de perro, o los hombres con cola, o las amazonas, que también menciona en sus páginas, donde la mitología grecolatina, el bestiario medioeval, Marco Polo y la novela de 5 Ezequiel Martínez Estrada: «El Nuevo Mundo, la isla de Utopía y la isla de Cuba», Cuadernos Americanos, marzo-abril de 1963; Casa de la* Américas, N° 33, noviembre-diciembre de 1965. Este último número es un Homenaje a Ezequiel Martínez Estrada. 24 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR caballería hacen lo suyo. Se trata de la característica versión degradada que ofrece el colonizador del hombre al que coloniza. Que nosotros mismos hayamos creído durante un tiempo en esa versión sólo prueba hasta qué punto estamos inficionados con la ideología del enemigo. Es característico que el término caníbal lo hayamos aplicado, por antonomasia, no al extin-guido aborigen de nuestras islas, sino al negro de África que aparecía en aquellas avergonzantes películas de Tarzán. Y es que el colonizador es quien nos unifica, quien hace ver nuestras similitudes profundas más allá de acce-sorias diferencias. La versión del colonizador nos explica que al caribe, debido a su bestiali-dad sin remedio, no quedó otra alternativa que exterminarlo. Lo que no nos explica es por qué, entonces, antes incluso que el caribe, fue igualmente exter-minado el pacífico y dulce arauaco. Simplemente, en un caso como en otro, se cometió contra ellos uno de los mayores etnocidios que recuerda la histo-ria. (Innecesario decir que esta línea está aún más viva que la anterior.) En relación con esto, será siempre necesario destacar el caso de aquellos hombres que, al margen tanto del utopismo —que nada tenía que ver con la América concreta— como de la desvergonzada ideología del pillaje, impugnaron desde su seno la conducta de los colonialistas, y defendieron apasionada, lúci-da, valientemente a los aborígenes de carne y hueso: a la cabeza de esos hom-bres, la figura magnífica del padre Bartolomé de Las Casas, a quien Bolívar llamó «el Apóstol de la América», y Martí elogió sin reservas. Esos hombres, por desgracia, no fueron sino excepciones. Uno de los más difundidos trabajos europeos en la línea utópica es el ensayo de Montaigne «De los caníbales», aparecido en 1580. Allí está la pre-sentación de aquellas criaturas que «guardan vigorosas y vivas las propieda-des y virtudes naturales, que son las verdaderas y útiles»6. En 1603 aparece publicada la traducción al inglés de los Ensayos de Montaigne, realizada por Giovanni Floro. No sólo Floro era amigo personal de Shakespeare, sino que se conserva el ejemplar de esta edición que Shakespeare poseyó y anotó. Este dato no tendría mayor importancia si no fuera porque prueba sin lugar a dudas que el libro fue una de las fuentes directas de la ultima gran obra de Shakespeare, La tempestad (1611). Incluso uno de los personajes de la come-dia, Gonzalo, que encarna al humanista renacentista, glosa de cerca, en un momento, líneas enteras del Montaigne de Floro, provenientes precisamen-te del ensayo «De los caníbales». Y es este hecho lo que hace más singular aún la forma como Shakespeare presenta a su personaje Caliban»'caníbal. Porque si en Montaigne —indudable fuente literaria, en este caso, de Shakespeare— «nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones [...] lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costum-bres»7, en Shakespeare, en cambio, Calibanlcaníbal es un esclavo salvaje y deforme para quien son pocas las injurias. Sucede, sencillamente, que Shakespeare, implacable realista, asume aquí al diseñar a Caliban la otra opción del naciente mundo burgués. En cuanto a la visión utópica, ella exis-te en la obra, sí, pero desvinculada de Caliban: como se dijo antes, es expre-sada por el armonioso humanista Gonzalo. Shakespeare verifica, pues, que ambas maneras de considerar lo americano, lejos de ser opuestas, eran per-fectamente conciliables. Al hombre concreto, presentarlo como un animal, robarle la tierra, esclavizarlo para vivir de su trabajo y, llegado el caso, exter-minarlo: esto último, siempre que se contara con quien realizara en su lugar las duras faenas. En un pasaje revelador, Próspero advierte a su hija Miranda que no podrían pasarse sin Caliban: «De él no podemos prescindir. Nos hace el fuego,/ Sale a buscarnos leña, y nos sirve/ A nuestro beneficio» («We can-not miss him: he does make our fire/ Fetch in our wood and serves in offi-ces/ That profit us») (Acto I, escena 2). En cuanto a la visión utópica, ella puede —y debe— prescindir de los hombres de carne y hueso. Después de todo, no hay tal lugar. Que La tempestad alude a América, que su isla es la mitificación de una de nuestras islas, no ofrece a estas alturas duda alguna. Astrana Marín, quien menciona el «ambiente claramente indiano (americano) de la isla», recuerda alguno de los viajes reales, por este continente, que inspiraron a Shakespeare, e incluso le proporcionaron, con ligeras variantes, los nombres de no pocos de sus personajes: Miranda, Sebastián, Alonso, Gonzalo, Setebos8. Más importante que ello es saber que Caliban es nuestro caribe. No me interesa seguir todas las lecturas posibles que desde su aparición se hayan hecho de esta obra notable9. Bastará con señalar algunas interpretacio-nes. La primera de ellas proviene de Ernest Renán, quien en 1878 publica su 7 Loe. cit. 8 William Shakespeare: Obras completas, ti aducción, estudio preliminar y notas de Luis Astrana Marín, Madrid, 1961, pp. 107-108. 9 Así, por ejemplo, Jan Kott nos advierte que hasta el siglo X]X «hubo varios sabios shakespearólogos que intentaron leer La tempestad como una biografía en el sentido literal, o como un alegórico drama político». J. K.: Apuntes sobre Shakespeare, tmd. dej. Maurizio, Barcelona, 1969, p. 353. 26 ROBERTO FERNANDEZ RETAMAR drama Caliban, continuación de La tempestad™. En esta obra, Caliban es la encarnación del pueblo, presentado a la peor luz, sólo que esta vez su cons-piración contra Próspero tiene éxito, y llega al poder, donde seguramente la ineptitud y la corrupción le impedirán permanecer. Próspero espera en la sombra su revancha. Ariel desaparece. Esta lectura debe menos a Shakespeare que a la Comuna de París, la cual ha tenido lugar sólo siete años antes. Naturalmente, Renán estuvo entre los escritores de la burguesía francesa que tomaron partido feroz contra el prodigioso «asalto al cielo»11. A partir de esa hazaña, su antidemocratismo se encrespa aún más: «en sus Diálogos filosófi -eos», nos dice Lidsky, «piensa que la solución estaría en la constitución de una élite de seres inteligentes que gobiernen y posean todos los secretos de la cien-cia»12. Característicamente, el elitismo aristocratizante y prefascista de Renán, su odio al pueblo de su país, está unido a un odio mayor aún a los habitan-tes de las colonias. Es aleccionador oírlo expresarse en este sentido: Aspiramos [dice], no a la igualdad sino a la dominación. El país de raza extran-jera deberá ser de nuevo un país de siervos, de jornaleros agrícolas o de trabaja-dores industriales. No se trata de suprimir las desigualdades entre los hombres, sino de ampliarlas y hacer de ellas una ley13. Y en otra ocasión: La regeneración de las razas inferiores o bastardas por las razas superiores está en el orden providencial de la humanidad. El hombre de pueblo es casi siempre, entre nosotros, un noble desclasado, su pesada mano está mucho mejor hecha para manejar la espada que el útil servil. Antes que trabajar, escoge batirse, es decir, que regresa a su estado primero. Regere imperio pópalos, he aquí nuestra 10 Erncst Renán: Caliban. Suite de «La tempéte», París, 1878. (Curiosamente tres años después, en 1881, Renán publicó también L'eau de Jouvei'ce. Suite de «Caliban», en que se retractó de algunas tesis centrales de su pieza anterior, explicando: «Amo a Próspero, pero no amo en absoluto a las gentes que 10 restablecerían en el trono. Caliban, mejorado por el poder, me complace más. [...] Próspero, en la obra presente, debe renunciar a todo sueño di.1 restauración por medio de sus antiguas armas. Caliban, en el fondo, nos presta más servicios que los que nos presraría Próspero restaurado por los jesuítas y los zuavos pontificales. [...] Conservemos a Caliban; tratemos de encontrar un medio de enterrar honorablemente a Próspero y de incorporar a Ariel a la vida, de tal manera que no esté tentado ya, por motivos fútiles, de morir a causa de cualquier cosa». Renán reunió esas y otras piezas teatrales en Drames phüosophiques, París, 1 888. Ahora es más fácil consultarlos en sus Oeuvres completes, tomo 111 [...], París, 1949. La cita que acabo de hacer está en las pp. 440 y 441). 11 Cf. Arrhur Adamov: La Commune de Varis (8 mars-28 mai 1871), Antbologie, París, 1959; y especialmente Paul Lidsky: Les écrivains contre la Commune, París, 1970. 12 Paul Lidsky: Op. cit., p. 82. 13 Cit. por Aimé Césaíre en Discours sur le cdonialisme [1950], 3a. cd., París, 1955, p. 13. Es notable esta requisitoria, muchos de cuyos postulados hago míos. Traducido parcialmente en Caja de las Américas, N° 36-37, mayo-agosto de 1966. iLste número está dedicado a África en América, 27 TOD') CALIBAN vocación. Arrójese esta devorante actividad sobre países que, como China, solici-tan la conquista extranjera. [...] La naturaleza ha hecho una raza de obreros, es la raza china, de una destreza de mano maravillosa, sin casi ningún sentimiento de honor, gobiérnesela con justicia, extrayendo de ella, por el beneficio de un gobier-no así, abundantes bienes, y ella estará satisfecha; una raza de trabajadores de la tierra es el negro [...]; una raza de amos y de soldados, es la raza europea [...] Que cada uno haga aquello para lo que está preparado, y todo irá bien'4. Innecesario glosar estas líneas que, como dice con razón Césaire, no pertene-cen a Hitler, sino al humanista francés Ernest Renán. Es sorprendente el primer destino del mito de Caliban en nuestras pro-pias tierras americanas. Veinte años después de haber publicado Renán su Caliban, es decir, en 1898, los Estados Unidos intervienen en la guerra de Cuba contra España por su independencia, y someten a Cuba a su tutelaje, convirtiéndola, a partir de 1902 (y hasta 1959), en su primera neocolonia, mientras Puerto Rico y las Filipinas pasaban a ser colonias suyas de tipo tra-dicional. El hecho —que había sido previsto por Martí muchos años antes— conmueve a la intelligentsia hispanoamericana. En otra parte he recordado que «el 98» no es sólo una fecha española, que da nombre a un complejo equipo de escritores y pensadores de aquel país, sino también, y acaso sobre todo, una fecha hispanoamericana, la cual debía servir para designar un con-junto no menos complejo de escritores y pensadores de este lado del Atlántico, a quienes se suele llamar con el vago nombre de «modernistas»15. Es el 98 —la visible presencia del imperialismo norteamericano en la América Latina— lo que, habiendo sido anunciado por Martí, da razón de la obra ulterior de un Darío o un Rodó. Un temprano ejemplo de cómo recibirían el hecho los escritores latinoa-mericanos del momento lo tenemos en un discurso pronunciado por Paul Groussac en Buenos Aires, el 2 de mayo de 1898: Desde la Secesión y la brutal invasión del Oeste [dice], se ha desprendido libre-mente el espíritu yankee del cuerpo informe y «calibanesco», y el viejo mundo ha contemplado con inquietud y temor a la novísima civilización que pretende suplantar a la nuestra declarada caduca16. 14 Cit. en Op. cít., pp. 14-15. 15 Cf. R.F.R.: «Destino cubano» [1959], Papelería, La Habana, 1962, y sobre todo: «Modernismo, 98, subdesarrollo», trabajo leído en el III Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, México, 1968. Incluido en Ensayo de otro mhndo, 2a. cd., Santiago de Chile, 1969. 16 Cit. en José Enrique Rodó: Obras comple.as, edición con introducción, prólogo y notas de Emir Rodríguez Monegal, Madrid, 1957, p. 193. (. f. también, de Rubén Darío: «El triunfo de Caliban», El Tiempo, Buenos Aires, 20 de mayo de 1898 (cit. muy parcialmente en Rodó: Op. cit., p. 194). En aquel 28 AnteriorInicioSiguiente ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR El escritor francoargentino Groussac siente que «nuestra» civilización (enten-diendo por tal, visiblemente, a la del «Viejo Mundo», de la que nosotros los latinoamericanos vendríamos curiosamente a formar parte) está amenazada por el yanqui «calibanesco». Es bastante poco probable que por esa época escritores argelinos y vietnamitas, pateados por el colonialismo francés, estu-vieran dispuestos a suscribir la primera parte de tal criterio. Es también fran-camente extraño ver que el símbolo de Caliban —donde Renán supo descu-brir con acierto al pueblo, si bien para injuriarlo— sea aplicado a los Estados Unidos. Y sin embargo, a pesar de esos desenfoques, característicos por otra parte de la peculiar situación de la América Latina, la reacción de Groussac implicaba un claro rechazo del peligro yanqui por los escritores latinoameri-canos. No era, por otra parte, la primera vez que en nuestro continente se expresaba tal rechazo. Aparte de casos de hispanoamericanos como los de Bolívar, Bilbao y Martí, entre otros, la literatura brasileña conocía el ejemplo de Joaquín de Sousa Andrade, o Sousándrade, en cuyo extraño poema «O Guesa Errante» el canto X está consagrado a «O inferno de Wall Street», «una Walpurgisnacht de bolsistas, policastros y negociantes corruptos»17; y de José Verissimo, quien en un tratado sobre educación nacional, de 1890, al impug-nar a los Estados Unidos, escribió: «los admiro pero no los estimo». Ignoro si el uruguayo José Enrique Rodó —cuya famosa frase sobre los Estados Unidos: «los admiro, pero no los amo», coincide literalmente con la observación de Verissimo— conocía la obra del pensador brasileño; pero es seguro que sí conociera el discurso de Groussac, reproducido en su parte esencial en La Razón, de Montevideo, el 6 de mayo de 1898. Desarrollando la idea allí esbozada, y enriqueciéndola con otras, Rodó publica en 1900, a sus veintinueve años, una de las obras más famosas de la literatura hispanoa-mericana: Ariel. Implícitamente, la civilización norteamericana es presentada allí como Caliban (apenas nombrado en la obra), mientras que Ariel vendría a encarnar —o debería encarnar— lo mejor de lo que Rodó no vacila en lla-mar más de una vez «nuestra civilización» (pp. 223 y 226); la cual, en sus palabras como en las de Groussac, no se identifica sólo con «nuestra América Latina» (p. 239), sino con la vieja Romanía, cuando no con el Viejo Mundo todo. La identificación Caliban-Estados Unidos que propuso Groussac y divulgó Rodó estuvo seguramente desacertada. Abordando el desacierto por un costado, comentó José Vasconcelos: «si los yanquis fueran no más Caliban, no representarían mayor peligro»18. Pero esto, desde luego, tiene escasa importancia al lado del hecho relevante de haber señalado claramente dicho peligro. Como observó con acierto Benedetti, «quizá Rodó se haya equivocado cuando tuvo que decir el nombre del peligro, pero no se equivo-có en su reconocimiento de dónde estaba el mismo»15. Algún tiempo después —y desconociendo seguramente la obra del colo-nial Rodó, quien por supuesto sabía de memoria la de Renán—, la tesis del Caliban de éste es retomada por el escritor francés Jean Guéhenno, quien publica en 1928, en París, su Caliban habla. Esta vez, sin embargo, la iden-tificación renaniana Caliban/pueblo está acompañada de una apreciación positiva de Caliban. Hay que agradecer a este libro de Guéhenno el haber ofrecido por primera vez una versión simpática del personaje20. Pero el tema hubiera requerido la mano o la rabia de un Paul Nizan para lograrse efecti-vamente21. Mucho más agudas son las observaciones del argentino Aníbal Ponce en la obra de 1935 Humanismo burgués y humanismo proletario. El libro —que un estudioso del pensamiento del Che conjetura que debió haber ejercido influencia sobre él22— consagra su tercer capítulo a «Ariel o la agonía de una obstinada ilusión». Al comentar La tempestad, dice Ponce: «en aquellos cua-tro seres ya está toda la época: Próspero es el tirano ilustrado que el Renacimiento ama; Miranda, su linaje; Caliban, las masas sufridas [Ponce citará luego a Renán, pero no a Guéhenno]; Ariel, el genio del aire, sin atá-is José Vasconcelos: Indoiogía, 2a. ed., Barcelona, s.f, pp. x-xiii. 19 Mario Benedetti: Genio y figura de José Etrique Rodó, Buenos Aires, 1966, p. 95. 20 La visión aguda pero negativa de Jan Koct lo hace irritarse por este hecho: «Para Renán», dice, «Caliban personifica al Demos. En su continuación [...j su Caliban lleva a cabo con éxito un aten-tado contra Próspero. Guéhenno escribió una apología de Caliban-Pueblo. Ambas interpretaciones son rriviales. El Caliban shakespearcano tieno más grandeza» (Op. cit. en nota 9, p. 398). 21 La endeblez de Guéhenno para abordar a fondo este tema se pone de manifiesto en los prefacios en que, en las sucesivas ediciones, va desdiciéndose (2a. ed., 1945; 3a. cd., 1962) hasta llegar a su libro de ensayos Caliban y Próspero (París, 1969), donde, al decir de un crítico, convertido Guéhenno en «personaje de la sociedad burguesa y un beneficiario de su cultura», juzga a Próspero «más equitativamente que en tiempos de Caliban habla» (Pierrc Hcnri Simón en Le Monde, 5 de julio de 1969). 22 Michael Lówy: La pernee de Che Guevara. París, 1970, p. 19. 30 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR duras con la vida»23. Ponce hace ver el carácter equívoco con que es presenta-do Caliban, carácter que revela «alguna enorme injusticia de parte de un dueño», y en Ariel ve al intelectual, atado de modo «menos pesado y rudo que el de Caliban, pero al servicio también» de Próspero. El análisis que rea-liza de la concepción del intelectual («mezcla de esclavo y mercenario») acu-ñada por el humanismo renacentista, concepción que «enseñó como nadie a desinteresarse de la acción y a aceptar el orden constituido», y es por ello hasta hoy, en los países burgueses, «el ideal educativo de las clases gobernan-tes», constituye uno de los más agudos ensayos que en nuestra América se hayan escrito sobre el tema. Pero ese examen, aunque hecho por un latinoamericano, se realiza toda-vía tomando en consideración exclusivamente al mundo europeo. Para una nueva lectura de La tempestad —para una nueva consideración del proble-ma—, sería menester esperar a la emergencia de los países coloniales que tiene lugar a partir de la llamada Segunda Guerra Mundial, esa brusca pre-sencia que lleva a los atareados técnicos de las Naciones Unidas a forjar, entre 1944 y 1945, el término zona económicamente subdesarrollada para vestir con un ropaje verbal simpático (y profundamente confuso) lo que hasta entonces se había llamado zonas coloniales o zonas atrasadas1''. En acuerdo con esa emergencia aparece en París, en 1950, el libro de O. Mannoni Sicología de la colonización. Significativamente, la edición en inglés de este libro (Nueva York, 1956) se llamará Próspero y Caliban: la sicología de la colonización. Para abordar su asunto, Mannoni no ha encontrado nada mejor que forjar el que llama «complejo de Próspero», «definido como el con-junto de disposiciones neuróticas inconcientes que diseñan a la vez la figura del paternalismo colonial» y «el retrato del racista cuya hija ha sido objeto de una tentativa de violación (imaginaria) por parte de un ser inferior»25. En este libro, probablemente por primera vez, Caliban queda identificado como el colonial, pero la peregrina teoría de que éste siente el «complejo de Próspero», el cual lo lleva neuróticamente a requerir, incluso a presentir y por supuesto a acatar la presencia de Próspero/colonizador, es rotundamente rechazada por Frantz Fanón en el cuarto capítulo («Sobre el pretendido complejo de depen-dencia del colonizado») de su libro de 1952 Piel negra, máscaras blancas. 23 Aníbal Ponce: Humanismo burgués y humanismo proletario, La Habana, 1962, p. 83. 24 J.L. Zimmerman: Países pobres, países > ]ivs. La brecha que se ensancha, trad. de G. González Aramburo, México, D.F., 1966, p. 1. 25 O. Mannoni: Phsychologie de la colonisaiion, París, 1950, p. 71, cit. por Frantz Fanón en: Pean noire, masques blancs [1952] (2a. ed.), París [c. 1965], p. 106. 31 TODO CALIBAN El primer escritor latinoamericano y caribeño en asumir nuestra identifi-cación (especialmente la del Caribe) con Caliban fue el barbadiense George Lamming, en Los placeres del exilio (1960), sobre todo en los capítulos «Un monstruo, un niño, un esclavo» y «Caliban ordena la historia». Aunque algún pasaje de su enérgico libro, el cual tiene de ensayo y de autobiografía intelec-tual, podría hacer creer que no logra romper el círculo que trazara Mannoni, Lamming señala con claridad hermosos avatares americanos de Caliban, como la gran Revolución Haitiana, con L'Ouverture a la cabeza, y la obra de C.L.R. James, en especial su excelente libro sobre aquella revolución, The Black Jacobins (1938). El núcleo de su tesis lo expresa en estas palabras: «La historia de Caliban —pues tiene una historia bien turbulenta— pertenece enteramente al futuro»26. En la década del sesenta, la nueva lectura de La tempestad acabará por imponerse. En El mundo vivo de Shakespeare ( 1 9 6 4 ), el inglés John Wain nos dirá que Caliban produce el patetismo de todos los pueblos explotados, lo cual queda expresado punzantemente al comienzo de una época de colonización europea que duraría trescientos años. Hasta el más ínfimo salvaje desea que lo dejen en paz antes de ser «educado» y obligado a trabajar para otros, y hay una innegable justicia en esta queja de Caliban: «¡Porque yo soy el único subdito que tenéis, que fui rey propio!» Próspero responde con la inevitable contestación del colono: Caliban ha adquirido conocimientos e instrucción (aunque recordemos que él ya sabía construir represas para coger pescado y también extraer chufas del suelo como si se tratara del campo inglés). Antes de ser utilizado por Próspero, Caliban no sabía hablar: «Cuando tú, hecho un salvaje, ignorando tu propia significación, balbucías como un bruto, doté tu pensamiento de palabras que lo dieran a conocer». Sin embargo, esta bondad es recibida con ingratitud: Caliban, a quien se permite vivir en la gruta de Próspero, ha intentado violar a Miranda; cuando se le recuerda esto con mucha severidad, dice impertinente, con una especie de babosa risotada: «¡oh, jo!... ¡Lástima no haberlo realizado! Tú me lo impediste; de lo contrario, poblara la isla de Calibanes». Nuestra época [concluye Wain], que es muy dada a usar la horrible palabra misce -genation (mezcla de razas), no tendrá dificultad en comprender este pasaje27. 26 George Lamming: The Pleasures ofExile, i-ondres, 1960, p. 107. No es extraño que al añadir unas palabras a la segunda edición de este libro (Londres, 1984), Lamming manifestara su entusiasmo por la Revolución Cubana, que según él cayó « a mo un rayo del ciclo [...] [y] reordenó nuestra historia», añadiendo: «I-a Revolución Cubana fue una respuesta caribeña a esa amenaza imperial que Próspero concibió como una misión civilizadora» (Op cit., p. [7]). Al comentar la primera edición del libro de Lamming, el alemán Janheinz Jahn había propuesto una identificación Caliban-negritud. (Neo-African Literature: A History of Black Wnting, trad. del alemán por Oliver Coburn y Úrsula Lehrburguer, Nueva York, 1969, pp. 239-242). 27 John Wain: El mundo vivo de Shakespeare. trad. de J. Siles, Madrid, 1967, pp. 258-259. 32 ROBERTO FERNANDEZ RETAMAR Y casi al ir a terminar esa década de los sesenta, en 1969, y de manera harto significativa, Caliban será asumido con orgullo como nuestro símbolo por tres escritores antillanos, cada uno de los cuales se expresa en una de las gran-des lenguas coloniales del Caribe. Con independencia uno de otro, ese año publica el martiniquefio Aimé Césaire su obra de teatro, en francés, Una tem -pestad, adaptación de La tempestad de Shakespeare para un teatro negro; el bar-badiense Edward Kamau Brathwaite, su libro de poemas, en inglés, Islas, entre los cuales hay uno dedicado a «Caliban»; y el autor de estas líneas, su ensayo en español «Cuba hasta Fidel», en que se habla de nuestra identifica-ción con Caliban28. En la obra de Césaire, los personajes son los mismos que los de Shakespeare, pero Ariel es un esclavo mulato, mientras Caliban es un esclavo negro; además, interviene Eshú, «dios-diablo negro». No deja de ser curiosa la observación de Próspero cuando Ariel regresa lleno de escrúpulos, después de haber desencadenado, siguiendo las órdenes de aquél, pero contra su propia conciencia, la tempestad con que se inicia la obra: «¡Vamos!», le dice Próspero, «¡Tu crisis! ¡Siempre es lo mismo con los intelectuales!». El poema de Brathwaite llamado «Caliban» está dedicado, significativamente, a Cuba. «En La Habana, esa mañana [...]», escribe Brathwaite, «Era el dos de diciembre de mil novecientos cincuenta y seis./ Era el primero de agosto de mil ochocientos treinta y ocho./ Era el doce de octubre de mil cuatrocientos noventa y dos.// ¿Cuántos estampidos, cuántas revoluciones?»29. NUESTRO SÍMBOLO Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Caliban. Esto es algo que vemos con particular nitidez los mestizos que habitamos estas mis-mas islas donde vivió Caliban: Próspero invadió las islas, mató a nuestros 28 Aimé Césaire: Une tempete. Adaptation ae La tempete de Shakespeare pour un théatre negi-e, París, 1969; Edward K. Brathwaite: ¡slands, Londres, 1969; R.F.R.: «Cuba hasta Fidel», Bohemia, 19 de septiembre de 1969. 29 La nueva lectura de La tempestad ha pasado a ser ya la habitual en el mundo colonial o referido a él. No intento, por tanto, sino mencionar i nos cuantos ejemplos más. Uno, del escritot de Kenya James Nggui: «África y la descolonización cultural», El Coireo [de la Unesco], enero de 1971. Otro, de Paul Brown; «This thing of darkness I icknowledge mine': The Tempest and the Discoursc on Colonialism», Political Shakespeare. New Essays in Cultural Materialism, ed. por Jonathan Dollimore y Alan Sinfield, Ithaca y Londres, 1985. Cf nuevos ejemplos (y muchos de los ya citados) en: Rob Nixon: «Caribbean and African Appropiatiens of The Tempest», Critical Inquiry, N° 13 (Primavera 1987), y José David Saldívar: The Dialectics vfOur Ameriea. Genealogy, Cultural Critique, andLiterary Histoy, Durham y Londres, 1991, esp. «III. Caliban and Resistance Cultures». Saldívar llega a hablar de «The School of Caliban», pp. [I23J-148. 33 AnteriorInicioSiguiente TOD< ) CALIBAN ancestros, esclavizó a Caliban y le enseñó su idioma para entenderse con él: ¿Qué otra cosa puede hacer Caliban sino utilizar ese mismo idioma para mal-decir, para desear que caiga sobre él la «roja plaga»? No conozco otra metáfo-ra más acertada de nuestra situación cultural, de nuestra realidad. De Tupac Amaru, Tiradentes, Toussaint L'Ouverture, Simón Bolívar, José de San Martín, Miguel Hidalgo, José Artigas, Bernardo O'Higgins, Juana de Azurduy, Benito Juárez, Máximo Gómez, Antonio Maceo, Eloy Alfaro, José Martí, a Emiliano Zapata, Amy y Marcus Garvey, Augusto César Sandino, Julio Antonio Mella, Pedro Albizu Campos, Lázaro Cárdenas, Fidel Castro, Haydee Santamaría, Ernesto Che Guevara, Carlos Fonseca o Rigoberta Menchú; del Inca Garcilaso de la Vega, Sor Juana Inés de la Cruz, el Aleijadinho, Simón Rodríguez, Félix Várela, Francisco Bilbao, José Hernández, Eugenio María de Hostos, Manuel González Prada, Rubén Darío, Baldomero Lillo u Horacio Quiroga, a la música popular caribeña, el muralismo mexicano, Manuel Ugarte, Joaquín García Monge, Heitor Villa-Lobos, Gabriela Mistral, Oswald y Mario de Andrade, Tarsila do Amaral, César Vallejo, Cándido Portinari, Frida Kahlo, José Carlos Mariátegui, Manuel Alvarez Bravo, Ezequiel Martínez Estrada, Carlos Gardel, Miguel Ángel Asturias, Nicolás Guillen, El Indio Fernández, Osear Niemeyer, Alejo Carpentier, Luis Cardoza y Aragón, Edna Manley, Pablo Neruda, Joáo Guimaraes Rosa, Jacques Roumain, Wifredo Lam, José Lezama Lima, C.L.R. James, Aimé Césaire, Juan Rulfo, Roberto Matta, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos, Violeta Parra, Darcy Ribeiro, Rosario Castellanos, Aquiles Nazoa, Frantz Fanón, Ernesto Cardenal, Gabriel García Márquez, Tomás Gutiérrez Alea, Rodolfo Walsh, George Lamming, Kamau Brathwaite, Roque Dalton, Guillermo Bonfil, Glauber Rocha o Leo Brouwer, ¿qué es nuestra historia, qué es nuestra cultura, sino la historia, sino la cultura de Caliban? En cuanto a Rodó, si es cierto que equivocó los símbolos, como se ha dicho, no es menos cierto que supo señalar con claridad al enemigo mayor que nuestra cultura tenía en su tiempo —y en el nuestro—, y ello es enor-memente más importante. Las limitaciones de Rodó, que no es éste el momento de elucidar, son responsables de lo que no vio o vio desenfocada-mente30. Pero lo que en su caso es digno de señalar es lo que sí vio, y que sigue conservando cierta dosis de vigencia y aun de virulencia. Pese a sus carencias, omisiones e ingenuidades [ha dicho también Benedetti], la visión de Rodó sobre el fenómeno yanqui, rigurosamente ubicada en su contex-to histórico, fue en su momento la primera plataforma de lanzamiento para otros planteos posteriores, menos ingenuos, mejor informados, más previsores [...] la casi profética sustancia del arielismo rodoniano conserva, todavía hoy, cierta parte de su vigencia31. Estas observaciones están apoyadas por realidades incontrovertibles. Que la visión de Rodó sirvió para planteos posteriores menos ingenuos y más radi-cales, lo sabemos bien los cubanos con sólo remitirnos a la obra de Julio Antonio Mella, en cuya formación fue decisiva la influencia de Rodó. En un vehemente trabajo de sus veintiún años, «Intelectuales y T a r t u f o s» (1924), en que Mella arremete con gran violencia contra falsos valores intelectuales de su tiempo —a los que opondrá los nombres de Unamuno, Vasconcelos, Ingenieros, Varona—, Mella escribe: Intelectual es el trabajador del pensamiento. ¡El trabajador!, o sea, el único hom-bre que a juicio de Rodó merece la vida [...] aquel que empuña la pluma para combatir las iniquidades, como otros empuñan el arado para fecundar la tierra, o la espada para libertar a los pueblos, o los puñales para ajusticiar a los tiranos32. Mella volverá a citar a Rodó ese año33, y al siguiente contribuirá a formar en La Habana el Instituto Politécnico Ariel34. Es oportuno recordar que ese mismo año 1925, Mella se encuentra también entre los fundadores del pri-mer Partido Comunista de Cuba. Sin duda el Ariel de Rodó sirvió a este pri-mer marxista orgánico de Cuba —y uno de los primeros del Continente— como «plataforma de lanzamiento» para su meteórica carrera revolucionaria. Como ejemplos también de la relativa vigencia que aún en nuestros días conserva el planteo antiyanqui de Rodó, están los intentos enemigos de desarmar ese planteo. Es singular el caso de Emir Rodríguez Monegal, para quien Ariel, además de «materiales de meditación filosófica o sociológica, 31 Op. cit., p. 102. Un énfasis aún mayor cu la vigencia actual de Rodó se encuentra en el libro de Arturo Ardao Rodó. Su americanismo (Momevideo, 1970), que incluye una excelente antología del autor de Ariel. Cf. también de Ardao: «Del Caliban de Renán al Caliban de Rodó», Cuadernos de Marcha, Montevideo N° 50, junio 1971. En cambio, ya en 1928 José Carlos Mariátegui, después de recordar con razón que «a Norteamérica capitalista, plutocrática, imperialista, sólo es posible oponer eficazmente una América, latina o ibera, socialista», añade: «El mito de Rodó no obra ya —no ha obrado nunca— útil y fecundamente sobre las almas». J.C.M.: «Aniversario y balance» [1928], Ideología y política, Lima, 1969, p. 248. 32 Hombres de la Revolución. Julio Antonio Mella, La Habana, 1971, p. 12. 33 Op. cit.,p. 15. 34 Cf. Erasmo Dumpicrre: Mella, La Habana [c. 1965], p. 145; y también José Antonio Portuondo: «Mella y los intelectuales» [1963], Crítica de la época, La Habana, 1965, p. 98. 35 TODO CALIBAN también contiene páginas de carácter polémico sobre problemas políticos de la hora. Y ha sido precisamente esta condición secundaria pero innegable la que determinó su popularidad inmediata y su difusión». La esencial postura de Rodó contra la penetración norteamericana aparecerá así como un añadi-do, como un hecho secundario en la obra. Se sabe, sin embargo, que Rodó la concibió, a raíz de la intervención norteamericana en Cuba en 1898, como una respuesta al hecho. Rodríguez Monegal comenta: La obra así proyectada fue Ariel. En el discurso definitivo sólo se encuentran dos alusiones directas al hecho histórico que fue su primer motor [...] ambas alusio-nes permiten advertir cómo ha trascendido Rodó la circunstancia histórica inicial para plantarse de lleno en el problema esencial: la proclamada decadencia de la raza latina55. El que un servidor del imperialismo como Rodríguez Monegal, aquejado por la «nordomanía» que en 1900 denunció Rodó, trate de emascular tan burda-mente su obra, sólo prueba que, en efecto, ella conserva cierta virulencia en su planteo, aunque hoy lo haríamos a partir de otras perspectivas y con otro instrumental. Un análisis de Ariel —que no es ésta en absoluto la ocasión de hacer— nos llevaría también a destacar cómo, a pesar de su formación, a pesar de su antijacobinismo, Rodó combate allí el antidemocratismo de Renán y Nietzsche (en quien encuentra «un abominable, un reaccionario espíritu», p. 224), exalta la democracia, los valores morales y la emulación. Pero, indudablemente, el resto de ia obra ha perdido la actualidad que, en cierta forma, conserva su enfrentamiento gallardo a los Estados Unidos, y la defensa de nuestros valores. Bien vistas las cosas, es casi seguro que estas líneas de ahora no llevarían el nombre que tienen de no ser por el libro de Rodó, y prefiero considerarlas también como un homenaje al gran uruguayo, cuyo centenario se celebra este año. El que el homenaje lo contradiga en no pocos puntos no es raro. Ya había observado Medardo Vitier que «si se produjera una vuelta a Rodó, no creo que sería para adoptar la solución que dio sobre los intereses de la vida del espíritu, sino para reconsiderar el problema»36. Al proponer a Caliban como nuestro símbolo, me doy cuenta de que tam-poco es enteramente nuestro, también es una elaboración extraña, aunque esta vez lo sea a partir de nuestras concretas realidades. Pero ¿cómo eludir entera-mente esta extrañeza? La palabra más venerada en Cuba —mambí-— nos fue impuesta peyorativamente por nuestros enemigos, cuando la guerra de inde-35 Eímir Rodríguez Monegal: en Rodó: Op. át. en nota i 6, pp. 192 y 193 (Énfasis de R.F.R.). 36 Medardo Vicier: Del ensayo americano, México, 1945, p. 117. 36 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR pendencia, y todavía no hemos descifrado del todo su sentido. Parece que tiene una evidente raíz africana, e implicaba, en boca de los colonialistas españoles, la idea de que todos los independentistas equivalían a los negros esclavos — emancipados por la propia guerra de independencia—, quienes constituían el grueso del Ejército Libertador. Los independentistas, blancos y negros, hicieron suyo con honor lo que el colonialismo quiso que fuera una injuria. Es la dia-léctica de Caliban. Nos llaman mambí, nos llaman negro para ofendernos, pero nosotros reclamamos como un timbre de gloria el honor de considerarnos des-cendientes de mambí, descendientes de negro alzado, cimarrón, independen-tista; y nunca descendientes de esclavista. Sin embargo, Próspero, como bien sabemos, le enseñó el idioma a Caliban, y, consecuentemente, le dio nombre. ¿Pero es ése su verdadero nombre? Oigamos este discurso de 1971: Todavía, con toda precisión, no tenemos siquiera un nombre, estamos práctica-mente sin bautizar: que si latinoamericanos, que si iberoamericanos, que si indo-americanos. Para los imperialistas no somos más que pueblos despreciados y des-preciables. Al menos lo éramos. Desde Girón empezaron a pensar un poco dife-rente. Desprecio racial. Ser criollo, ser mestizo, ser negro, ser, sencillamente, lati-noamericano, es para ellos desprecio37. Es, naturalmente, Fidel Castro, en el décimo aniversario de Playa Girón. Asumir nuestra condición de Caliban implica repensar nuestra historia desde el otro lado, desde el otro protagonista. El otro protagonista de La tempestad no es Ariel, sino Próspero38. No hay verdadera polaridad Ariel-Caliban: ambos son siervos en manos de Próspero, el hechicero extranjero. Sólo que Caliban es el rudo e inconquistable dueño de la isla, mientras Ariel, criatura aérea, aunque hijo también de la isla, es en ella, como vieron Ponce y Césaire, el intelectual. OTRA VEZ MARTÍ Esta concepción de nuestra cultura ya había sido articuladamente expuesta y defendida, en el siglo pasado, por el primero de nuestros hombres en com-prender claramente la situación concreta de lo que llamó — en denominación que he recordado varias veces— «nuestra América mestiza»: José Martí39, a 37 Fidel Castro: Discurso de 19 de abril de 1971. 38 Jan Koct: Op. cit. en nota 9, p. 377. 39 Cf.: Fzequiel Martínez Estrada: «Por una alta cultura popular y socialista cubana» [1962], En Cuba y al servicio de la Revolución Cubana, La Habana, 1963; R.F.R.: «Martí en su (tercer) mundo» [1964], Ensayo de otro mundo, cit. en nota 15: "^oel Salomón: «José Martí et la prise de conscience latinoaméticainc», Cuba Sí, N° 35-36, 4to. trimestre 1970, 1er. ttimestre 1971; Leonardo Acosta: «La concepción histórica de Martí», Casa de las Américas.N0 67, julio-agosto de 1971. 37 TODO CALIBAN quien Rodó quiso dedicar la primera edición cubana de Ariel, y sobre quien se propuso escribir un estudio como los que consagrara a Bolívar y a Artigas, estudio que, por desgracia, al cabo no realizó40. Aunque lo hiciera a lo largo de cuantiosas páginas, quizá la ocasión en que Martí ofreció sus ideas sobre este punto de modo más orgánico y apretado fue su artículo de 1891 «Nuestra América». Pero antes de comentarlo some-ramente, querría hacer unas observaciones previas sobre el destino de los tra-bajos de Martí. En vida de Martí, el grueso de su obra, desparramada por una veintena de periódicos continentales, conoció la fama. Sabemos que Rubén Darío llamó a Martí «Maestro» (como, por otras razones, también lo llamaban en vida sus seguidores políticos) y lo consideró el hispanoamericano a quien más admi-ró. Ya veremos, por otra parte, cómo el duro enjuiciamiento de los Estados Unidos que Martí solía hacer en sus crónicas era conocido en su época, y le valdría acerbas críticas por parte del proyanqui Sarmiento. Pero la forma peculiar en que se difundió la obra de Martí —quien utilizó el periodismo, la oratoria, las cartas, y no publicó ningún libro—, tiene no poca responsabi-lidad en el relativo olvido en que va a caer dicha obra a raíz de la muerte del héroe cubano en 1895. Sólo ello explica que a nueve años de esa muerte — y a doce de haber dejado Martí de escribir para la prensa continental, entre-gado como estaba desde 1892 a la tarea política—, un autor tan absoluta-mente nuestro, tan insospechable como Pedro Henríquez Ureña, escriba a sus veinte años (1904), en un artículo sobre ó Ariel de Rodó, que los juicios de éste sobre los Estados Unidos son «mucho más severos que los formulados por dos máximos pensadores y geniales psicosociólogos antillanos: Hostos y Martí»4'. En lo que toca a Martí, esta observación es completamente equivo-cada, y dada la ejemplar honestidad de Henríquez Ureña, me llevó a sospe-char primero, y a verificar después, que se debía sencillamente al hecho de que para esa época el gran dominicano no había leído, no había podido leer a Martí sino muy insuficientemente: Martí apenas estaba publicado para entonces. Un texto como el fundamental «Nuestra América» es buen ejem-plo de este destino. Los lectores del periódico mexicano El Partido Liberal pudieron leerlo el día 30 de enero de 1891. Es posible que algún otro perió-dico local lo haya republicado42, aunque la más reciente edición de las Obras ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR completas de Martí no nos indica nada al respecto. Pero lo más posible es que quienes no tuvieron la suerte de obtener dicho periódico, no pudieron saber de ese texto —el más importante documento publicado en esta América desde finales del siglo pasado hasta la aparición en 1962 de la Segunda Declaración de La Habana— durante cerca de veinte años, al cabo de los cua-les apareció en forma de libro (La Habana, 1911) en la colección en que empezaron a publicarse las obras de Martí. Por eso le asiste la razón a Manuel Pedro González cuando afirma que durante el primer cuarto de este siglo, las nuevas promociones no conocían sino muy insuficientemente a Martí. Gracias a la aparición más reciente de varias ediciones de sus obras comple-tas —en realidad, todavía incompletas— es que «se le ha redescubierto y revalorado»43. González está pensando sobre todo en el deslumbrante aspec-to literario de la obra («la gloria literaria», como él dice). ¿Qué no podemos decir nosotros del fundamental aspecto ideológico de la misma? Sin olvidar muy importantes contribuciones previas, hay puntos esenciales en que puede decirse que es ahora, después del triunfo de la Revolución Cubana, y gracias a ella, que Martí está siendo «redescubierto y revalorado». No es un azar que Fidel haya declarado en 1953 que el responsable intelectual del ataque al cuartel Moneada era Martí; ni que el Che haya iniciado en 1967 su trascen-dente Mensaje a la Tricontinental con una cita de Martí: «Es la hora de los hornos, y no se ha de ver más que la luz». Si Benedetti ha podido decir que el tiempo de Rodó «es otro que el nuestro [...] su verdadero hogar, su verda-dera patria temporal era el siglo XIX», n o s o t r os debemos decir, en cambio, que el verdadero hogar de Martí era el futuro, y por lo pronto este tiempo nues-tro que sencillamente no se entiende sin un conocimiento cabal de su obra. Ahora bien, si ese conocimiento, por las curiosas circunstancias aludidas, le estuvo vedado —o sólo le fue permitido de manera limitada— a las pri-meras promociones nuestras de este siglo, las que a menudo tuvieron por ello que valerse, para ulteriores planteos radicales, de una «primera plataforma de lanzamiento» tan bien intencionada pero al mismo tiempo tan endeble como el decimonónico Ariel, ¿qué podremos decir de autores más recientes que ya disponen de ediciones de Martí, y, sin embargo, se obstinan en desconocer-lo? No pienso ahora en estudiosos más o menos ajenos a nuestros problemas, sino, por el contrario, en quienes mantienen una consecuente actitud anti-colonialista. La única explicación de este hecho es dolorosa: el colonialismo ha calado tan hondamente en nosotros, que sólo leemos con verdadero res-43 Manuel Pedro González: «Evolución de la estimativa martiana», Antología crítica de José Martí recopilación, introducción y notas de M.P.G., México, 1960, p. xxix. 39 TODO CALIBAN peto a los autores anticolonialistas difundidos desde las metrópolis. De ahí que dejemos de lado la lección mayor de Martí; de ahí que apenas estemos fami-liarizados con Artigas, con Recabarren, con Mella, incluso con Mariátegui y Ponce. Y tengo la triste sospecha de que si los extraordinarios textos del Che Guevara conocen la mayor difusión que se ha acordado a un latinoamerica-no, el que lo lea con tanta avidez nuestra gente se debe también, en cierta medida, a que el suyo es nombre prestigioso incluso en las capitales metro-politanas, donde, por cierto, con frecuencia se le hace objeto de las más des-vergonzadas manipulaciones. Para ser consecuentes con nuestra actitud anti-colonialista, tenemos que volvernos efectivamente a los hombre y mujeres nuestros que en su conducta y en su pensamiento han encarnado e ilumina-do esta actitud44. Y en este sentido, ningún ejemplo más útil que el de Martí. No conozco otro autor latinoamericano que haya dado una respuesta tan inmediata y tan coherente a otra pregunta que me hiciera mi interlocutor, el periodista europeo que mencioné al principio de estas líneas (y que de no existir, yo hubiera tenido que inventar, aunque esto último me privara de su amistad, la cual espero que sobreviva a este monólogo). «¿Qué relación», me preguntó este sencillo malicioso, «guarda Borges con los incas?». Borges es casi una reducción al absurdo, y de todas maneras voy a ocuparme de él más tarde; pero es bueno, es justo preguntarse qué relación guardamos los actua-les habitantes de esta América en cuya herencia zoológica y cultural Europa tuvo su indudable parte, con los primitivos habitantes de esta misma América, esos que habían construido culturas admirables, o estaban en vías de hacerlo, y fueron exterminados o martirizados por europeos de varias naciones, sobre los que no cabe levantar leyenda blanca ni negra, sino una infernal verdad de sangre que constituye —junto con hechos como la escla-vitud de los africanos— su eterno deshonor. Martí, que tanto quiso en el orden personal a su padre, valenciano, y a su madre, canaria; que escribía el más prodigioso idioma español de su tiempo —y del nuestro—, y que llegó a tener la mejor información sobre la cultura euronorteamericana de que haya disfrutado un hombre de nuestra América, también se hizo esta pre-gunta, y se la respondió así: «Se viene de padres de Valencia y madres de Canarias, y se siente correr por las venas la sangre enardecida de Tamanaco y 44 No se enrienda por esto, desde luego, que sugiero dejar de conocer a los autores que no hayan nacido en las colonias. Tal estupidez es insostenible. ¿Cómo podríamos postular prescindir de Homero, de Dante, de Cervantes, de Shakespeare, de Whitman —para no decir Marx, Engels o Lenin? ¿Cómo olvidar incluso que en nuestros propios días hay pensadores de la América Latina que no han nacido aquí? Y en fin, ¿cómo propugnar robinsonismo intelectual alguno sin caer en el mayor absurdo? 40 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR Paramaconi, y se ve como propia la que vertieron por las breñas del cerro del Calvario, pecho a pecho con los gonzalos de férrea armadura, los desnudos y heroicos caracas»45. Presumo que el lector, si no es venezolano, no estará familiarizado con los nombres aquí evocados por Martí. Tampoco yo lo estaba. Esa carencia de familiaridad no es sino una nueva prueba de nuestro sometimiento a la pers-pectiva colonizadora de la historia que se nos ha impuesto, y nos ha evapo-rado nombres, fechas, circunstancias, verdades. En otro orden de cosas — estrechamente relacionado con éste—, ¿acaso la historia burguesa no preten-dió borrar a los héroes de la Comuna del 71, a los mártires del primero de mayo de 1886 (significativamente reivindicados por Martí)? Pues bien, Tamanaco, Paramaconi, «los desnudos y heroicos caracas» eran indígenas de lo que hoy llamamos Venezuela, de origen caribe o muy cercanos a ellos, que pelearon heroicamente frente a los españoles al inicio de la conquista. Lo cual quiere decir que Martí ha escrito que sentía correr por sus venas sangre de caribe, sangre de Caliban. No será la única vez que exprese esta idea, central en su pensamiento. Incluso valiéndose de tales héroes46, reiterará algún tiem-po después: Con Guaicaipuro, con Paramaconi [héroes de las tierras venezolanas, probable-mente de origen caribe], con Anacaona, con Hatuey [héroes de las Antillas, de origen arauaco] hemos de estar, y no con las llamas que los quemaron, ni con las cuerdas que los ataron, ni con los aceros que los degollaron, ni con los perros que los mordieron47. El rechazo de Martí al etnocidio que Europa realizó en América es total, y no menos total su identificación con los pueblos americanos que le ofrecieron heroica resistencia al invasor, y en quienes Martí veía los antecesores natura-les de los independentistas latinoamericanos. Ello explica que en el cuaderno de apuntes en que aparece esta última cita siga escribiendo, casi sin transi-ción, sobre la mitología azteca («no menos bella que la griega»), sobre las cenizas de Quetzalcoatl, sobre «Ayacucho en meseta solitaria», sobre «Bolívar, como los ríos...» (pp. 28-29). 45 Josc Martí: «Autores americanos aborígenes» [1884], O.C., VIH, 336. Me remito a ia edición en veintisiete tomos de las Obrtu completas de José" Martí publicadas en La Habana entre 1963 y 1965. En 1973 se añadió un confuso tomo con «Nuevos materiales». AI citar, indico en números romanos el tomo y en arábigos la(s) página(s) de esa edición. 46 A Tamanaco dedicó además un hermoso poema: «Tamanaco de plumas coronado» [c. 1881], O.C, XVII, 237. 47 J. M.: «Fragmentos» [c. 1885-1895], O.C, XXII, 27. 41 TODO CALIBAN Y es que Martí no sueña con una ya imposible restauración, sino con una integración futura de nuestra América que se asiente en sus verdaderas raíces y alcance, por sí misma, orgánicamente, las cimas de la auténtica moderni-dad. Por eso la cita primera, en que habla de sentir correr por sus venas la brava sangre caribe, continúa así: Bueno es abrir canales, sembrar escuelas, crear líneas de vapores, ponerse al nivel del propio tiempo, estar del lado de la vanguardia en la hermosa marcha huma-na; pero es bueno, para no desmayar en ella por falta de espíritu o alarde de espí-ritu falso, alimentarse por el recuerdo y por la admiración, por el estudio justi-ciero y la amorosa lástima, de ese ferviente espíritu de la naturaleza en que se nace, crecido y avivado por el de los hombres de toda raza que de ella surgen y en ella se sepultan. Sólo cuando sor directas prosperan la política y la literatura. La inteligencia americana es un penacho indígena. ¿No se ve cómo del mismo golpe que paralizó al indio se paralizó a América? Y hasta que no se haga andar al indio, no comenzará a andar bien la América [«Autores americanos aboríge-nes», cit., pp. 3 3 6 - 3 3 7 ]. La identificación de Martí con nuestra cultura aborigen fue pues acompaña-da por un cabal sentido de las tareas concretas que le impuso la circunstancia: aquella identificación, lejos de estorbarle, le alimentó el mantener los criterios más radicales y modernos de su tiempo en los países coloniales. Este acerca-miento de Martí al indio existe también con respecto al negro48, naturalmen-te. Por desgracia, si en su época ya se habían iniciado trabajos serios sobre las culturas aborígenes americanas —trabajos que Martí estudió amorosamen-te—, habría que esperar hasta el siglo XX para la realización de trabajos así en relación con las culturas africanas y el notable aporte que ellas significan para la integración de la cultura americana mestiza (Frobenius, Delafosse Suret-Canale; Ortiz, Ramos, Herskovits, Roumain, Metraux, Bastide, Franco)49. Y 48 Cf., por ejemplo, «Mi raza» [1892]: O.C., II, 298-300. Allí se lee: «El hombre no tiene ningún derecho especial porque pertenezca a una raz i u otra: dígase hombre, y ya se dicen rodos los derechos [...j Si se dice que en el negro no hay culpa aborigen, ni virus que lo inhabilite para desenvolver toda su vida de hombre, se dice la verdad [...], y si a esa defensa de la naturaleza se la llama racismo, no importa que se la llame así; porque no es más que decoro natural, y voz que clama del pecho del hombre por la paz y la vida del país. Si se aliga que la condición de esclavitud no acusa inferioridad en la raza esclava, puesto que los galos blaní :os de ojos azules y cabellos de oro, se vendieron como siervos, con la argolla al cuello, en los mercados de Roma, eso es racismo bueno, porque es pura justicia, y ayuda a quitar prejuicios al blanco ignorante. Pero ahí acaba el racismo justo». Y más adelante: «Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro. Cubano es más que blanco, más que mulato, más que negto». Algunas de estas cuestiones se abordan en el trabajo de Julictte Oullion «La discriminación racial en los Estados Unidos vista por José Martí», Anuario Martiano, N°3, La Habana, 1971. 49 Cf. el N° 36-37 de Casa de las Américas, mayo-agosto de 1966, dedicado a África en América. 42 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR Martí había muerto seis años antes de romper nuestro siglo. De todas formas, la «guía para la acción» la dejó claramente trazada en este campo con su trata-miento de la cultura del indio y con su conducta concreta en relación con el negro. Así se conforma su visión calibanesca de la cultura de lo que llamó «nues-tra América». Martí es, como luego Fidel, concierne de la dificultad incluso de encontrar un nombre que, al nombrarnos, nos defina conceptualmente; por eso, después de varios tanteos, se inclina por esa modesta fórmula des-criptiva, con lo que, más allá de rayas, de lenguas, de circunstancias acceso-rias, abarca a las comunidades que con problemas comunes viven «del [río] Bravo a la Patagonia», y que se distinguen de «la América europea». Ya dije que, aunque dispersa en sus numerosísimas páginas, tal concepción de nues-tra cultura se resume felizmente en el artículo-manifiesto «Nuestra América». A él remito al lector, a su reiterada idea de que no se pueden regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Siéyes no se desestanca la sangre cuajada de la raza india; a su arraigado concepto de que «el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico» (énfasis de R.F.R.); a su consejo fundador: La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas. VIDA VERDADERA DE UN DILEMA FALSO Es imposible no ver en aquel texto —que, como se ha dicho, resume de modo relampagueante los criterios de Martí sobre este problema esencial— su rechazo violento a la imposición de Próspero («la universidad europea [...] el libro europeo [...] el libro yanqui»), que ha de ceder ante la realidad de Caliban («la universidad hispanoamericana [...] el enigma hispanoamerica-no»): «La historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, 43 AnteriorInicioSiguiente TODO CALIBAN aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferi-ble a la Grecia que no es nuestra». Y luego: «Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores». Pero nuestra América había escuchado también, expresada con vehemen-cia por un hombre talentoso y enérgico muerto tres años antes de aparecer este trabajo, la tesis exactamente opuesta, la tesis de Próspero50. Los interlo-cutores no se llamaban entonces Próspero y Caliban, sino civilización y bar -barie, título que el argentino Domingo Faustino Sarmiento dio a la primera edición (1845) de su gran libro sobre Facundo Quiroga. No creo que las con-fesiones autobiográficas interesen mucho aquí, pero ya que he mencionado, para castigarme, las alegrías que me significaron olvidables westerns y pelícu-las de Tarzán en que se nos inoculaba, sin saberlo nosotros, la ideología que verbalmente repudiábamos en los nazis (cumplí doce años cuando la Segunda Guerra Mundial estaba en su apogeo), debo también confesar que, pocos años después, leí con apasionamiento este libro. Encuentro en los márgenes de mi viejo ejemplar mis entusiasmos, mis rechazos al «tirano de la República Argentina» que había exclamado: «¡Traidores a la causa americana!». También encuentro, unas páginas adelante, este comentario: «Es curioso cómo se pien-sa en Perón». Fue muchos años más. tarde, concretamente después del triun-fo de la Revolución Cubana en 1959 (cuando empezamos a vivir y a leer el mundo de otra manera), que comprendí que yo no había estado del lado mejor en aquel libro, por otra parte notable. No era posible estar al mismo tiempo de acuerdo con Facundo y con «Nuestra América». Es más: «Nuestra América» —y buena parte de la obra de Martí— es un diálogo implícito, y a veces explícito, con las tesis sarmiendnas. ¿Qué significa si no la frase lapida-ria de Martí: «No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza»? Siete años antes de aparecer «Nuestra América» (1891) —aún en vida de Sarmiento—, había hablado ya Martí (en frase que he citado más de una vez) del pretexto de que la civilización, que es el nombre vulgar con que corre el estado actual del hombre europeo, tiene derecho natural de apoderarse de la tierra ajena perteneciente a la barbarie, que es el nombre que los que desean la tierra ajena dan al estado actual de todo hombre qut no es de Europa o de la América europea51. 50 Me refiero al diálogo en el interior de la América Latina. La opinión miserable que América le mereciera a Europa puede seguirse con algún detalle en el vasto libro de Antonelo Gerbi La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica 1750 1900, trad. de Antonio Alatorre. México, 1960, passim. 51 J.M.: «Una distribución de diplomas en un colegio de los Estados Unidos» [1884], O.C., VIII, 442. 44 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR En ambos casos, Martí rechaza la falsa dicotomía que Sarmiento da por sentada, cayendo en la trampa hábilmente tendida por el colonizador. Por eso, cuando dije hace un tiempo que «Martí, al echarse del lado de la "bar-barie" prefigura a Fanón y a nuestra revolución»52 —frase que algunos apre-surados, sin reparar en las comillas, malentendieron, como si Fanón, Fidel y el Che fueran apóstoles de la barbarie—, escribí «barbarie» así, entre comi-llas, para indicar que desde luego no había tal estado. La supuesta barbarie de nuestros pueblos ha sido inventada con crudo cinismo por «quienes desean la tierra ajena»; los cuales, con igual desfachatez, daban el «nombre vulgar» de «civilización» al «estado actual» del hombre «de Europa o de la América euro-pea». Lo que seguramente resultaba más doloroso para Martí era ver a un hombre de nuestra América —y aun hombre a quien, a pesar de diferencias insalvables, admiró en sus aspectos positivos—53 incurrir en este gravísimo error. Pensando en figuras como Sarmiento fue que Martínez Estrada, quien había escrito antes tanta página elogiosa sobre Sarmiento, publicó en 1962, en su libro Diferencias y semejanzas entre los países de la América Latina: Podemos de inmediato sentar la premisa de que quienes han trabajado, en algu-nos casos patrióticamente, por configurar la vida social toda con arreglo a pautas de otros países altamente desarrollados, cuya forma se debe a un proceso orgáni-co a lo largo de siglos, han traicionado a la causa de la verdadera emancipación de la América Latina54. TODO CALIBAN Carezco de la información necesaria para discutir ahora las virtudes y defec-tos de este peleador burgués: me limito a señalar su contradicción con Martí, y la coherencia entre su pensamiento y su conducta. Como postuló la civili-zación, arquetípicamente encamada en los Estados Unidos, abogó por el exterminio de los indígenas, según el feroz modelo yanqui, y adoró a la cre-ciente República del Norte, la cual, por otra parte, a mediados del siglo no había mostrado aún tan claramente las fallas que le descubriría luego Martí. En ambos extremos —que son precisamente eso: extremos, bordes de sus res-pectivos pensamientos—, él y Martí discreparon irreconciliablemente. Jaime Alazraki ha estudiado con detenimiento «El indigenismo de Martí y el antindigenismo de Sarmiento»5'. Remito al lector interesado en el tema a este trabajo. Aquí sólo traeré algunas de las citas de uno y otro aportadas en aquel estudio. He mencionado varias de las observaciones de Martí sobre el indio. Alazraki recuerda otras: No más que pueblos en ciernes, [...J no más que pueblos en bulbo eran aquellos en que con maña sutil de viejos vividores se entró el conquistador valiente y des-cargó su ponderosa herrajería, lo cual fue una desdicha histórica y un crimen natural. El tallo esbelto debió dejarse erguido, para que pudiera verse luego en toda su hermosura la obra entera y florecida de la naturaleza. ¡Robaron los con-quistadores una página al Universo! Y también: ¡De toda aquella grandeza apenas quedan en el museo unos cuantos vasos de oro, unas piedras como yugo, de obsidiana pulida, y uno que otro anillo labrado! Tenochtitlán no existe. No existe Tulan, la ciudad de la gran feria. No existe Texcuco, el pueblo de los palacios. Los indios de ahora, al pasar por delante de las ruinas, bajan la cabeza, mueven los labios como si dijesen algo, y mientras las ruinas no les quedan detrás, no se ponen el sombrero. Para Sarmiento, por su parte, la historia de América son «toldos de razas abyectas, un gran continente abandonado a los salvajes incapaces de progre-so». Si queremos saber cómo interpretaba él el apotegma de su compatriota Alberdi «gobernar es poblar», es menester leerle esto: «Muchas dificultades ha de presentar la ocupación de país tan extenso; pero nada ha de ser compara-ble con las ventajas de la extinción de las tribus salvajes»: es decir, para 55 Jaime Alazraki: «El indigenismo de Marcí y e! antindigenismo de Sarmiento», Cuadernos Americanos, mayo-junio de 1965 (los términos de este ensayo —y casi las mismas citas— reaparecen en el trabajo de Antonio Sacoto «El indio en la obra literaria de Sarmiento y Martí», Cuadernos Americanos, enero-febrero de 1968). Cf. también, de Jacques Lafayc: «Sarmiento ou Martí? [...]», han -giies Neo-Latines, N° 172, mayo de 1965. 46 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR Sarmiento gobernar es también despoblar de indios (y de gauchos). ¿Y en cuanto a los héroes de la resistencia frente a los españoles, esos hombres mag-níficos cuya sangre rebelde Martí sentía correr por sus venas? También Sarmiento se ha interrogado sobre ellos. Esta es su respuesta: Para nosotros Colocólo, Lautaro y Caupolicán, no obstante los ropajes nobles y civilizados [con] que los revistiera Krcilla, no son más que unos indios asquero-sos, a quienes habríamos hecho colgar ahora, si reapareciesen en una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con esa canalla. Por supuesto, esto implica una visión de la conquista española radicalmente distinta de la mantenida por Martí. Para Sarmiento, «español, repetido cien veces en el sentido odioso de impío, inmoral, raptor, embaucador, es sinóni-mo de civilización, de la tradición europea traída por ellos a estos países». Y mientras para Martí «no hay odio de razas, porque no hay razas», para el autor de Conflicto y armonías de ¡as razas en América, apoyado en teorías seu-docientíficas, puede ser muy injusto exterminar salvajes, sofocar civilizaciones nacientes, con-quistar pueblos que están en posesión de un terreno privilegiado; pero gracias a esta injusticia, la América, en lugar de permanecer abandonada a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada hoy por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más bella y la más progresiva de las que pueblan la tierra; mer-ced a estas injusticias, la Oceanía se llena de pueblos civilizados, el Asia empieza a moverse bajo el impulso europeo, el África ve renacer en sus costas los tiempos de Cartago y los días gloriosos del Egipto. Así pues la población del mundo está sujeta a revoluciones que reconocen leyes inmutables; las razas fuertes exterminan a las débiles, los pueblos civilizados suplantan en la posesión de la tierra a los sal-vajes. No era pues menester cruzar el Atlántico y buscar a Renán para oír tales pala-bras: un hombre de esta América las estaba diciendo. En realidad, si no las aprendió, al menos las robusteció de este lado del Océano, sólo que no en nuestra América, sino en la otra, en «la América europea», cuyo más fanático devoto fue Sarmiento, en nuestras tierras mestizas, durante el siglo XIX. Aunque no faltaron en ese siglo los latinoamericanos adoradores de los yan-quis, sería sobre todo gracias al cipayismo delirante en que, desgraciadamen-te, ha sido pródigo nuestro siglo XX latinoamericano, que encontraríamos pariguales de Sarmiento en la devoción hacia los Estados Unidos. Lo que Sarmiento quiso hacer para la Argentina fue exactamente lo que los Estados Unidos habían realizado para ellos. En sus últimos años, esctibió: «Alcancemos a los Estados Unidos [...] Seamos Estados Unidos». Sus viajes a 47 TODO CALÍBAN aquel país le produjeron un verdadero deslumbramiento, un inacabable orgasmo histórico. A similitud de lo que vio allí, quiso echar en su patria las bases de una burguesía acometedora, cuyo destino actual hace innecesario el comentario. También es suficientemente conocido lo que Martí vio en los Estados Unidos como para que tengamos ahora que insistir en el punto. Baste recor-dar que fue el primer antimperialista militante de nuestro continente; que denunció, durante quince años, «el carácter crudo, desigual y decadente de los Estados Unidos, y la existencia, en ellos continua, de todas las violencias, discordias, inmoralidades y desórdenes de que se culpa a los pueblos hispa-noamericanos»56; que a unas horas de su muerte, en el campo de batalla, con-fió en carta a su gran amigo mexicano Manuel Mercado: «cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso [...] impedir a tiempo que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América»57. Sarmiento no permaneció silencioso ante la crítica que —con frecuencia desde las propias páginas de La Nación— hacía Martí de sus idolatrados Estados Unidos, y comentó así la increíble osadía: Una cosa le falta a don José Martí para ser un publicista [...] Fáltale regenerarse, educarse, si es posible decirlo, recibiendo del pueblo en que vive la inspiración, como se recibe el alimento para convertirlo en sangre que vivifica [...] Quisiera que Martí nos diera menos Martí, menos español de raza y menos americano del Sur, por un poco más del yankee, el nuevo tipo del hombre moderno [...] Hace gracia oír a un francés del Courier des Etats Unis reír de la beocia y de la inca-pacidad política de los yankees, cuyas instituciones Gladstone proclama como la obra suprema de la especie humana. Pero criticar con aires magisteriales aquello que ve allí un hispanoamericano, un español, con los retacitos de juicio político que le han trasmitido los libros de otras naciones, como queremos ver las man-chas del sol con un vidrio empañado, es hacer gravísimo mal al lector, a quien lle-van por un campo de perdición [...] Que no nos vengan, pues, en su insolente humildad los sudamericanos, semi -indios y semi-españoles, a encontrar malo Sarmiento, tan vehemente en el elogio como en la invectiva, coloca aquí a Martí entre los «semi-indios», lo que era en el fondo cierto y, para Martí, 56 J.M.: «La verdad sobre los Estados Unidos» [1894], O.C., XXVIII, 294. 57 J.M.: Carta a Manuel Mercado de 19 de mayo de 1895. O.C.. XX, 151. 58 Domingo Faustino Sarmiento: Obras completas, Santiago de Chile-Buenos Aires, 1885-1902, r. XLVI, Páginas literarias, pp. 166-173. 48 AnteriorInicioSiguiente ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR enorgullecedor, pero que en boca de Sarmiento ya hemos visto lo que impli-caba... Por todo esto, y aunque escritores valiosos han querido señalar posibles similitudes, creo que se comprenderá lo difícil que es aceptar un paralelo entre estos dos hombres como el que realizara, en doscientas sesenta y dos despreocupadas páginas, Emeterio S. Santovenia: Genio y acción. Sarmiento y Martí (La Habana, 1938). Baste una muestra: para este autor, por encima de las discrepancias que señalaron el alcance o las limitaciones de sus respectivas proyecciones sobre América, surgió la coincidencia [sic] de sus apre-ciaciones [las de Sarmiento y Martí] acerca de la parte que tuvo la anglosajona en el desarrollo de las ideas políticas y sociales que abonaron el árbol de la emanci-pación total del nuevo mundo [p. 7 3 ]. Pensamiento, sintaxis y metáfora forestal dan idea de lo que era nuestra cultu-ra cuando formábamos parte del mundo libre, del que el señor Santovenia fue eximio representante —y ministro de Batista en sus ratos de ocio. DEL MUNDO LIBRE Pero la parte de mundo libre que le toca a la América Latina tiene hoy figu-ras mucho más memorables: pienso en Jorge Luis Borges, por ejemplo, cuyo nombre parece asociado a ese adjetivo; pienso en el Borges que hace tiempo dedicara su traducción —presumiblemente buena— de Hojas de hierba, de Walt Whitman, al presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon. Es ver-dad que este hombre escribió en 1926: A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterra-dos natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno: ellos son los gringos de veras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma [...]59; es verdad también que allí aparece presentado Sarmiento como un «nortea-mericanizado indio bravo, gran odiador y desentendedor de lo criollo»60; pero sobre todo es verdad que ese Borges no es el que ha pasado a la historia: este memorioso decidió olvidar aquel libro de juventud, escrito a pocos años de haber sido uno de los integrantes «de la secta, de la equivocación ultraís-ta». También para él fueron una equivocación aquel libro, aquellas ideas. 59 Jorge Luis Borges: El tamaño de mi esperanza, Buenos Aires, 1926, p. 5. 60 Op. cit., p. 6. 49 TODO CALIBAN Patéticamente fiel a su clase61, iba a ser otro el Borges que se conocería, que se difundiría, que sabría de la gloria oficial y de los casi incontables premios, algunos de los cuales, de puro desconocidos, más bien parecen premiados por él. El Borges sobre el cual se habla, y al cual voy a dedicar unas líneas, es el que hace eco al grotesco «pertenecemos al Imperio Romano» de Sarmiento, con esta declaración no de 1926 sino de 1955: «creo que nuestra tradición es Europa»62. Podría parecer extraño que la filiación ideológica de aquel activo y rugien-te pionero venga a ostentarla hoy un hombre sentado, un escritor como Borges, representante arquetípico de una cultura libresca que en apariencia poco tiene que ver con la constante vitalidad de Sarmiento. Pero esta extra-ñeza sólo probaría lo acostumbrados que estamos a considerar las produccio-nes superestructurales de nuestro continente, cuando no del mundo entero, al margen de las concretas realidades estructurales que les dan sentido. Prescindiendo de ellas, ¿quién reconocería como descendientes de los pensa-dores enérgicos y audaces de la burguesía en ascenso a las ruinas exangües que son los intelectuales burgueses de nuestros días? Basta con ver a nuestros escritores, a nuestros pensadores, en relación con las clases concretas a cuya visión del mundo dan voz para que podamos ubicarlos con justicia, trazar su verdadera filiación. El diálogo al que asistimos entre Sarmiento y Martí era, sobre todo, un enfrentamiento clasista. Independientemente de su origen, Sarmiento es el implacable ideólogo de una burguesía argentina que intenta trasladar los esquemas de burguesías metropolitanas, concretamente la estadunidense, a su país. Para ello necesita imponerse, como toda burguesía, sobre las clases populares, necesita explo-tarlas en su trabajo y despreciarlas en su espíritu. La forma como se desarro-lla una clase burguesa a expensas de la bestialización de las clases populares está inolvidablemente mostrada en páginas terribles de El capital, tomándose el ejemplo de Inglaterra. «La América europea», cuyo capitalismo lograría expandirse fabulosamente sin las trabas de la sociedad feudal, añadió a la hazaña inglesa nuevos círculos infernales: la esclavitud del negro y el exter-minio del indio inconquistable. Eran estos los modelos que Sarmiento tenía 61 Sobre la evolución ideológica de Borges, (n relación con la actitud de su clase, cf.: Eduardo López Morales: «Encuentro con un destino sudarm ricano», Recopilaiión de textos sobre los vanguardismos en América Latina, prólogo y materiales seleccionados por Osear Collazos, La Habana, 1970. Cf. otro enfoque marxista sobre cure auror en: Jaime Vlejía Duque: «De nuevo Jorge Luis Borges», Literatura y realidad, Mcdcllín, 1969. 62 Jorge Luis Borges: «El escritor argentino ) la tradición», Sur, N° 232, enero-febrero de 1 955, p. 7. 50 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR ante la vista y se propuso seguir con fidelidad. Quizá sea él el más conse-cuente, el más activo de los ideólogos burgueses de nuestro continente duran-te el siglo XIX. Martí, por su parte, es el conciente vocero de las clases explotadas. «Con los oprimidos había que hacer causa común,» nos dejó dicho, «para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores». Y como a partir de la conquista indios y negros habían sido relegados a la base de la pirámide, hacer causa común con los oprimidos venía a coincidir en gran medida con hacer causa común con los indios y los negros, que es lo que hace Martí. Esos indios y esos negros se habían venido mezclando entre sí y con algunos blancos, dando lugar al mestizaje que está en la raíz de nuestra América, donde —también según Martí— «el mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico». Sarmiento es un feroz racista porque es un ideólogo de las clases explotadoras donde campea «el criollo exótico»; Martí es radicalmente antirracista porque es portavoz de las clases explotadas, donde se están fun-diendo las razas. Sarmiento se opone a lo americano esencial para implantar aquí, a sangre y fuego, como pretendieron los conquistadores, fórmulas forá-neas; Martí defiende lo autóctono, lo verdaderamente americano. Lo cual, por supuesto, no quiere decir que rechazara torpemente cuanto de positivo le ofrecieran otras realidades: «Injértese en nuestras repúblicas el mundo,» dijo, «pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas». También Sarmiento pre-tendió injertar en nuestras repúblicas el mundo, pero descuajando el tronco de nuestras repúblicas. Por eso, si a Martí lo continúan Mella y Vallejo, Fidel y el Che y la nueva cultura revolucionaria latinoamericana, a Sarmiento, a pesar de su complejidad, finalmente lo heredan los representantes de la vice-burguesía argentina, derrotada por añadidura. Pues aquel sueño de desarro-llo burgués que concibió Sarmiento, ni siquiera era realizable: no había desa-rrollo para una eventual burguesía argentina. La América Latina había llega-do tarde a esa fiesta. Como escribió Mariátegui: La época de la libre concurrencia en la economía capitalista ha terminado en todos los campos y todos los aspectos. Estamos en la época de los monopolios, vale decir de los imperios. Los países latinoamericanos llegan con retardo a la competencia capitalista. Los primeros puestos, están definitivamente asignados. El destino de estos países, dentro dtJ orden capitalista, es de simples colonias63. Integrados a lo que luego se llamaría, con involuntario humorismo, el «mundo libre», nuestros países estrenarían una nueva manera de no ser inde-63 José Carlos Mariátegui: «Aniversario y balance» [1928]. Ideología y política, Lima, 1969, p. 248. 51 TODO CALIBAN pendientes, a pesar de contar con escudos, himnos, banderas y presidentes: el neocolonialismo. La burguesía a la que Sarmiento había trazado tan amenas perspectivas, no pasaba de ser simple viceburguesía, modesto socio local de la explotación imperial —la inglesa primero, la estadunidense después. A esta luz se ve con más claridad el vínculo entre Sarmiento, cuyo nom-bre está enlazado a vastos proyectos pedagógicos, a espacios inmensos, a vías férreas, a barcos, y Borges, cuya mención evoca espejos que repiten la misma desdichada imagen, laberintos sin solución, una triste biblioteca a oscuras. Por lo demás, si se le reconoce americanidad a Sarmiento —lo que es evi-dente, y no significa que represente el polo positivo de esa americanidad—, nunca he podido entender por qué se le niega a Borges: Borges es un típico escritor colonial, representante entre nosotros de una clase ya sin fuerza, cuyo acto de escritura —como él sabe bien, pues es de una endiablada inteligen-cia— se parece más a un acto de lectura. Borges no es un escritor europeo: no hay ningún escritor europeo como Borges; pero hay muchos escritores europeos, desde Islandia hasta el expresionismo alemán, que Borges ha leído, barajado, confrontado. Los escritores europeos pertenecen a tradiciones muy concretas y provincianas, llegándose al caso de un Péguy, quien se jactaba de no haber leído más que autores franceses. Fuera de algunos profesores de filo-logía que reciben un salario por ello, no hay más que un tipo de ser humano que conozca de veras, en su conjunto, la literatura europea: el colonial. Sólo en caso de demencia puede un escritor argentino culto jactarse de no haber leído más que autores argentinos —o escritores de lengua española—. Y Borges no es un demente. Es, por el contrario, un hombre muy lúcido, un hombre que ejemplifica la idea martiana de que la inteligencia es sólo una parte del hombre, y no la mejor. La escritura de Borges sale directamente de su lectura, en un peculiar pro-ceso de fagocitosis que indica con claridad que es un colonial y que representa a una clase que se extingue. Para él, la creación cultural por excelencia es una biblioteca; o mejor un museo, que es el sitio donde se reúnen las creaciones que no son de allí: museo de horrores, de monstruos, de excelencias, de citas o de artes folclóricas (las argentinas, vistas con ojo museal), la obra de Borges, escrita en un español que es difícil leer sin admiración, es uno de los escán-dalos americanos de estos años. A diferencia de otros importantes escritores latinoamericanos, Borges no pretende ser un hombre de izquierda. Por el contrario: su posición en este orden lo lleva a firmar en favor de los invasores de Girón, a pedir la pena de muerte para Debray o a dedicar un libro a Nixon. Muchos admiradores suyos, que deploran (o dicen deplorar) actos así, sostienen que hay una dicotomía en su vida, la cual le permite, por una parte, escribir textos levemente inmortales, y por otra, firmar declaraciones políticas más que malignas, pue-riles. Puede ser. También es posible que no haya tal dicotomía, y que deba-mos acostumbrarnos a restituirle su unidad al autor de El jardín de senderos que se bifurcan. Con ello, no se propone que encontremos faltas de ortogra-fía o de sintaxis en sus pulcras páginas, sino que las leamos como lo que des-pués de todo son: el testamento atormentado de una clase sin salida, que se empequeñece hasta decir por boca de un hombre: «el mundo, desgraciada-mente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges». Es singular que la escritura/lectura de Borges conozca un destino particu-larmente favorable en la Europa capitalista, en el momento en que esa misma Europa inicia su condición colonial ante el «desafío americano». En el libro de este título, con desembozado cinismo, exclama Jean-Jacques Servan-Schreiber: «ahora bien, Europa no es Argelia ni el Senegal»64. Es decir: ¡los Estados Unidos no le pueden hacer a Europa lo que Europa le hizo a Argelia y a Senegal! Hay malas noticias para Europa. Parece que después de todo, sí, sí se lo pueden hacer, se lo vienen haciendo hace algún tiempo. Y si ello ocu-rre en el terreno económico —con complejas derivaciones políticas—, su superestructura cultural está revelando claros síntomas coloniales. Bien podría ser uno de ellos el auge de la escritura/lectura de Borges. Pero, naturalmente, la herencia de Borges, en quien ya vimos que se desangraba la de Sarmiento, hay que buscarla sobre todo en la América Latina, donde implicará descender aún más en el ímpetu y en la calidad. Como éste no es un panorama, sino un simple ensayo sobre la cultura lati-noamericana, voy a ceñirme a un caso, que me doy cuenta de que es muy menor, pero que es un síntoma, a pesar de todo, valioso: voy a comentar un pequeño libro crítico de Carlos Fuentes: La nueva novela hispanoamericana (México, 1969). Vocero de la misma clase que Borges, Fuentes tuvo, como él, veleidades izquierdistas en la juventud. KEl tamaño de mi esperanza (1926), de Borges, corresponde La muerte de Artemio Cruz (1962), de Fuentes. Y seguir juzgan-do a Fuentes por este libro, sin duda una buena novela nuestra, sería tan insensato como seguir juzgando a Borges por aquel libro. Sólo que Borges, más consecuente —y más valioso en todo: Borges es un escritor verdadera-mente importante, aunque discrepe tanto de él—, decidió asumir plenamen-te su condición de hombre de derecha, mientras que Fuentes actúa como tal 64 Jean-Jacques Servan-Schreiber: El desafio ímericano, La Habana, 1968, p. 41. 53 AnteriorInicioSiguiente TODO CALIBAN y pretende conservar, a ratos, un vocabulario de izquierda, donde no falta por supuesto la mención de Marx. En La muerte de Artemio Cruz, un secretario integrado plenamente al sis-tema sintetiza su biografía en este diálogo: -Es usted muy joven. ¿Qué edad tiene? -Veintisiete años. -¿Cuándo se recibió? -Hace tres años... Pero... -¿Pero qué? -Que es muy distinta la teoría de la práctica. -Y eso le da risa. ¿Qué cosa le enseñaron? -Mucho marxismo. Hasta hice mi tesis sobre la plusvalía. -Ha de ser una buena disciplina, Padilla. -Pero la práctica es muy distinta. -¿Usted es eso, marxista? -Bueno, todos mis amigos lo eran. Ha de ser cosa de la edad65. El diálogo expresa con bastante claridad la situación de una zona de la inte -lligentsia mexicana que, aunque comparte la ubicación y la conducta clasista de Borges, difiere de éste, por razones locales, en aspectos accesorios. Pienso, concretamente, en la llamada mafia mexicana, una de cuyas más conspicuas figuras es Carlos Fuentes. Este equipo expresó cálidamente su simpatía por la Revolución Cubana hasta que, en 1961, la Revolución proclamó y demostró ser marxista-leninista, es decir, una revolución que tiene al frente la alianza obrero-campesina. A partir de ese momento, la mafia le espació de modo cre-ciente su apoyo, hasta que en estos meses, aprovechando la alharaca desatada en torno al mes de prisión de un escritor cubano, rompió estrepitosamente con Cuba. Es aleccionadora esta simetría: en 1961, en el momento de Playa Girón, el único conjunto de escritores latinoamericanos que expresó en un mani-fiesto su deseo de que Cuba fuera derrotada por los mercenarios al servicio del imperialismo fue el grupo de escritores argentinos centrados en torno a Borges66; diez años después, en 1971, el único equipo nacional de escritores del continente en romper con Cuba aprovechando un visible pretexto y 65 Carlos Fuentes: La muerte de Artemio Cruz, México, 1962, p. 27. 66 Hoy nadie ha retenido aquel manifiesto; i n cambio sí el artículo en que Ezcquiel Martínez Estrada lo contestó: su «Réplica a una declaración intemperante», En Cuba y al sentido de la Revolución Cubana, La Habana, 1963. 54 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR calumniando la conducta de la Revolución, ha sido la mafia mexicana. Es un simple relevo dentro de una actitud equivalente. A esa luz se entiende mejor el intento del librito de Fuentes sobre la nueva novela hispanoamericana. El desarrollo de esa nueva novela es uno de los ras-gos sobresalientes de la literatura de estos últimos años, y su difusión más allá de nuestras fronteras es, en gran medida, consecuencia de la atención mun-dial que nuestro continente merece desde el triunfo de la Revolución Cubana en 195967. Lógicamente, esa nueva novela ha merecido variadas interpretaciones, numerosos estudios. El de Carlos Fuentes, pese a su brevedad (no llega a cien páginas), es toda una toma de posición ante la literatura y ante la política, que sintetiza con claridad una hábil posición de derecha en nuestros países. Fuentes pone rápidamente las cartas sobre la mesa: en el primer capítulo, que se llama de modo ejemplar «Civilización y barbarie», hace suya de entra-da, como era de esperarse, la tesis de Sarmiento: en el siglo XIX, «sólo un drama puede desarrollarse en este medio: el que Sarmiento definió en el sub-título de Facundo: Civilización y barbarie». Ese drama es el conflicto «de los primeros cien años de la novela y de la sociedad latinoamericana» (p. 10). La narrativa correspondiente a ese capítulo presenta cuatro factores: «una natu-raleza esencialmente extraña» (¿a quién?) que «era el verdadero personaje lati-noamericano»; el dictador a escala nacional o regional; la masa explotada, y «un cuarto factor, el escritor, que invariablemente toma partido por la civiliza -ción y contra la barbarie» (pp. 11-12, énfasis de R.F.R.), hecho que implica, según Fuentes, «defender a los explotados», etcétera, y que Sarmiento hizo ver en qué consistía de veras. Esa polaridad decimonónica, sin embargo, no se mantendrá igual, según él, en el siglo siguiente: «en el siglo XX, el mismo intelectual deberá luchar dentro de una sociedad mucho más compleja, inter-na e internacionalmente», complejidad debida a que el imperialismo pene-trará en estos países mientras, algún tiempo después, se producirá «la revuel-ta y el ascenso [...] del mundo subindustrializado». Fuentes olvida considerar, dentro de los factores internacionales que en el siglo XX habrá que tomar en cuenta, al socialismo. Pero desliza esta fórmula oportuna: «se inicia el tránsi-to del simplismo épico a la complejidad dialéctica» (p. 13). «Simplismo épico» era la lucha durante el siglo XIX entre civilización y barbarie, en la que, según Fuentes, «el escritor [quiere decir, el escritor como él] invariablemente 67 Me he detenido algo más en este punto en el ensayo «Intercomunicación latinoamericana y nueva literatura» [1969], en volumen colectivo sobic la literatura latinoamericana publicado por la Unesco: América Latina en su Literatura, coordinación t introducción de César Fernández. Moreno, México, 1972. 55 Toix) CALIEAN toma partido por la civilización y contra la barbarie», esto es, se convierte en un servidor incondicional de la nueva oligarquía y en un enemigo cerril de las masas americanas; «la complejidad dialéctica» es la forma que asume esa colaboración en el siglo XX, cuando aquella oligarquía se ha revelado mera intermediaria de los intereses imperiales, y «el escritor» como Fuentes debe ahora servir a dos amos, lo que, aun tratándose de amos tan bien llevados, desde el Evangelio sabemos que implica cierta «complejidad dialéctica», sobre todo si se pretende hacer creer que a quien se está sirviendo de veras es a un tercer amo: el pueblo. Es interesante, aunque con una ligera ausencia, la breve síntesis que ofrece el lúcido Fuentes de un aspecto de la penetración del imperialismo en nuestros países: Este [dice Fuentes], a fin de intervenir eficazmente en la vida económica de cada país latinoamericano, requiere no sólo una clase intermediaria dirigente, sino toda una serie de servicios en la administración pública, el comercio, la publici-dad, la gerencia de negocios, las industrias extractivas y de transformación, la banca, los transportes y aun el espectáculo: Pan y Circo. General Motors ensam-bla automóviles, repatria utilidades y patrocina programas de televisión [p. 14]. Como ejemplo final, nos hubiera sido más útil —aunque siempre sea válido el de la General Motors— el ejemplo de la CÍA, la cual organiza la expedición de Playa Girón y paga, a través de transparentes intermediarios, a la revista Mundo Nuevo, uno de cuyos principales ideólogos fue precisamente Carlos Fuentes. Sentadas estas premisas políticas. Fuentes pasa a postular ciertas premisas literarias, antes de concentrarse en los autores que estudia —Vargas Llosa, Carpentier, García Márquez, Cortázar y Goytisolo—, y concluye luego con nuevas observaciones políticas. No me interesa detenerme en las críticas en sí, sino simplemente señalar algunos lincamientos ideológicos, por otra parte muy visibles: este librito parece a veces un verdadero manifiesto ideológico. Una apreciación crítica de la literatura requiere partir de un concepto pre-vio de la crítica misma, debe haberse respondido satisfactoriamente la pre-gunta elemental: ¿qué es la crítica? Me parece aceptable la modesta opinión de Krystina Pomorska (en Russian Formalist Theory and its Poetic Ambiance, Mouton, 1968), la cual, según Tzvetan Todorov, defiende allí la tesis siguiente: todo método crítico es una generalización de la prác-tica literaria contemporánea. Los métodos críticos de la época del clasicismo fueron elaborados en función de las obras literarias clásicas. La crítica de los románticos retoma los principios del propio rom;inticismo (la sicología, lo irracional, etcétera)68. 68 Tzvecan Todorov: «Formalistas er futuristas», TH QiteU N° 30, otoño de 1968, p. 43. 56 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR Pues bien, al leer la crítica que hace Fuentes de la nueva novela hispanoame-ricana, nos damos cuenta de que su «método crítico es una generalización de la práctica literaria contemporánea»... de otras literaturas, no de la literatura hispanoamericana; lo que, por otra parte, casa perfectamente con la ideolo-gía enajenada y enajenante de Fuentes. Tras el magisterio de hombres como Alejo Carpentier, que en vano han tratado de negar algunos usufructuarios del boom, la empresa acometida por la nueva novela hispanoamericana, empresa que puede parecer «superada» o ya realizada por la narrativa de los países capitalistas, como no han dejado de observar ciertos críticos, implica una reinterpretación de nuestra historia. Indiferente a este hecho palmario —que en muchos casos guarda relaciones ostensibles con la nueva perspectiva que la Revolución ha aportado a nuestra América, y que tiene no poca responsabilidad en la difusión de esta narrativa entre quienes desean conocer a ese continente del que tanto se habla—, Fuentes evapora la carnalidad de esa novela, cuya crítica requeriría en primer lugar generalizar y enjuiciar esa visión de la historia expresada en ella, y le aplica tranquilamente, como ya he dicho, esquemas derivados de otras litera-turas (de países capitalistas), reducidas hoy día a especulaciones lingüísticas. El extraordinario auge que en los últimos años ha conocido la lingüística, ha llevado a más de uno a considerar que «el siglo XX, que es el siglo de tan-tas cosas, parece ser, por encima de todo, el siglo de la lingüística»69, aunque para nosotros, entre esas «tantas cosas», tengan más relieve el establecimien-to de gobiernos socialistas y la descolonización como rasgos salientes de este siglo. Puedo aportar, como modesto ejemplo personal de aquel auge, que todavía en 1955, cuando era alumno de lingüística de André Martinet, los temas lingüísticos estaban confinados en París a las aulas universitarias; fuera de ellas hablábamos con nuestros amigos de literatura, de filosofía y de polí-tica. Tan sólo unos años después, la lingüística —que en su vertiente estruc-turalista había napoleonizado otras ciencias sociales, como ha contado Lévi-Strauss— era en París el tema obligado de las conversaciones: literatura, filo-sofía y política se abordaban entonces en estructuralistas. (Hablo de hace unos años: ahora el estructuralismo parece encontrarse en retirada. Pero en nues-tras tierras se insistirá todavía un tiempo en esta ideología). Pues bien: no dudo de que existan razones específicamente científicas que hayan abonado en favor de ese auge de la lingüística. Pero sé también que hay razones ideológicas para tal auge más allá de la propia materia. En lo que atañe 69 Carlos Pcregrín Otero: Introducción a la l'ngüistica transformacional, México, 1970, p. I, 57 Tor>) CALIBAN a los estudios literarios, no es difícil señalar tales razones ideológicas, del for-malismo ruso al estructuralismo francés, cuyas virtudes y limitaciones no pueden señalarse al margen de esas razones, y entre ellas la pretendida ahis-torización propia de una clase que se extingue; una clase que inició su carre-ra histórica con utopías desafiantes para azuzar al tiempo, y que pretende con-gelar esa carrera, ahora que le es adversa, con imposibles ucronías. De todas formas, es necesario reconocer la congruencia de esos estudios con las res-pectivas literaturas coetáneas. En cambio, cuando Fuentes, haciendo caso omiso de la realidad concreta de la narrativa hispanoamericana de estos años, pretende imponerle esquemas provenientes de otras literaturas, de otras ela-boraciones críticas, añade, en una típica actitud colonial, un segundo grado de ideologización a su crítica. En síntesis, ésta se resume a decirnos que nues-tra narrativa actual —como las de los países capitalistas aparentemente coetáne -os— es ante todo hazaña del lenguaje. Eso, entre otras cosas, le permite mini-mizar graciosamente todo lo que en esa narrativa implica concreción históri-ca precisa. Por otra parte, la manera como Fuentes sienta las bases de su abor-daje lingüístico tiene la pedantería y el provincianismo típicos del colonial que quiere hacer ver al metropolitano que él también puede hombrearse con los grandes temas a la moda allá, al mismo tiempo que espera deslumhrar a sus compatriotas, en quienes confía encontrar ignorancia aún mayor que la suya; lo que emite son cosas así: El cambio engloba las categorías del proceso y el habla, de la diacronía; la estruc-tura, las del sistema y la lengua, de la sincronía. La interacción de todas estas cate-gorías es la palabra, que liga a la di.icronía con la sincronía, al habla con la len-gua a través del discurso y al proceso con el sistema a través del evento, así como al evento y al discurso en sí [p. 3 3 ]. Estas banalidades, sin embargo —que cualquier buen manualito de lingüís-tica hubiera podido aliviar—, no deben provocarnos sólo una sonrisa. Fuentes está elaborando como puede una consecuente visión de nuestra lite-ratura, de nuestra cultura; una visión que, significativamente, coincide en lo esencial con la propuesta por escritores como Emir Rodríguez Monegal y Severo Sarduy. Es revelador que para Fuentes, la tesis del papel preponderante del len-guaje en la nueva novela hispanoamericana encuentre su fundamento en la prosa de Borges, «sin la cual no habría, simplemente, moderna novela hispa-noamericana», dice Fuentes, ya que «el sentido final» de aquella prosa «es atestiguar, primero, que Latinoamérica carece de lenguaje y, por ende, que debe constituirlo». Esta hazaña singular la logra Borges, según Fuentes, cre-58 AnteriorInicioSiguiente ROBERTO FEPNANDEZ RETAMAR ando «un nuevo lenguaje latinoamericano que, por puro contraste, revela la mentira, la sumisión y la falsedad de lo que tradicionalmente pasaba por len-guaje entre nosotros» (p. 26). Naturalmente, sobre tales criterios, la ahistorización de la literatura puede alcanzar expresiones verdaderamente delirantes. Nos enteramos, por ejemplo, de que La ************, de Witold Gombrowicz, pudo haber sido contado por un aborigen de la selva amazónica [...] Ni la nacio-nalidad ni la clase social, al cabo, definen la diferencia entre Gombrowicz y el posible narrador del mismo mito in ¡ c i á t i co en una selva brasileña sino, precisa-mente, la posibilidad de combinar distintamente el discurso. Sólo a partir de la universalidad de las estructuras lingüísticas pueden admitirse, a posteriori, los datos excéntricos de nacionalidad y clase [p. 2 2 ]. Y, consecuentemente, se nos dice también que «es más cercano a la verdad entender, en primera instancia, el conflicto de la literatura hispanoamericana en relación con ciertas categorías del quehacer literario» (p. 24, énfasis de R.F.R.) y no en relación con la historia; aún más: la vieja obligación de la denuncia se convierte en una elaboración mucho más ardua: la elaboración crítica de todo lo no dicho en nuestra larga historia de men-tiras, silencios, retóricas y complicidades académicas. Inventar un lenguaje es decir todo lo que la historia ha callado [p. 30, énfasis de R.F.R.]. De ese modo, esta interpretación salva la col y la cabra; concebida así, la lite-ratura no sólo se sustrae a cualquier tarea peleadora (que aquí queda degra-dada con un hábil adjetivo: «la vieja obligación de la denuncia»), sino que esta sustracción, lejos de ser un repliegue, es «una elaboración mucho más ardua», ya que va a decir nada menos que «todo lo que la historia ha callado». Más adelante se nos dirá que nuestro verdadero lenguaje está en vías de ser descubierto y creado, «y en el acto mismo de su descubrimiento y creación, pone en jaque, revolucionariamente, toda una estructura económica, política y social, fundada en un lenguaje verticalmente falso» (pp. 94-95, énfasis de R.F.R.). Esta manera astuta, aunque a la vez superficial, de proponer las tareas de la derecha con el lenguaje de la izquierda, nos hace recordar —y es difícil olvidarlo un solo instante— que Fuentes pertenece a la mafia mexicana, cuyos rasgos ha pretendido extender más allá de las fronteras de su país. Por otra parte, que este planteo es el traslado a cuestiones literarias de una plataforma política raigalmente reaccionaria, no es una conjetura. Está dicho a lo largo del librito, y en especial, de modo explícito, en sus páginas finales: además de los consabidos ataques al socialismo, aparecen allí observaciones Torx) CALIBAN como éstas: «Quizás el triste futuro inmediato de América Latina sea el popu-lismo fascista, la dictadura de estirpe peronista capaz de realizar algunas refor-mas a cambio de la supresión del impulso revolucionario y de la libertad pública» (p. 96). La tesis de «civilización y barbarie» parece no haberse modi-ficado un ápice. Y, sin embargo, sí: se ha agravado con la presencia devasta-dora del imperialismo en nuestras tierras. Fuentes se hace cargo de esta reali-dad, con un espantajo: el anuncio de que se abre ante nosotros una perspectiva mucho más grave: a medida que se agiganta el foso entre el desa-rrollo geométrico del mundo tecnocrático y el desarrollo aritmético de nuestras sociedades ancilares, Latinoamérica se convierte en un mundo prescindible [énfa-sis de C.F.] para el imperialismo. Tradicionalmente, hemos sido países explota-dos. Pronto, ni esto seremos [énfasis de R.F.R.]; no será necesario explotarnos, por-que la tecnología habrá podido —en gran medida lo puede ya— sustituir indus-trialmente nuestros ofrecimientos monoproductivos [ibídem]. A esta luz, y habida cuenta de que para Fuentes la revolución carece de pers-pectivas en la América Latina —insiste en hablar de la imposibilidad de una «segunda Cuba» (p. 96), y no puede aceptar las formas variadas, imprevisi-bles, que asumirá ese proceso—, casi debemos sentirnos agradecidos de que la tecnología imperialista no prescinda de nosotros; de que no se ponga a sus-tituir industrialmente (como «lo puede ya») nuestros pobrecitos productos. Me he detenido quizá más de lo necesario en Fuentes, porque es una de las más destacadas figuras entre los nuevos escritores latinoamericanos que se han propuesto elaborar, en el orden cultural, una plataforma contrarrevolu-cionaria que en apariencia vaya más allá de las burdas simplificaciones pro-pias del programa Cita con Cuba, de La Voz de los Estados Unidos de América. Esos escritores contaron ya con un órgano adecuado: la revista Mundo Nuevo70, financiada por la CÍA, cuyo basamento ideológico está resu-mido en el mentado librito de Fuentes de una manera que difícilmente hubieran podido realizar la pesantez profesoral de Emir Rodríguez Monegal o el mariposeo neobarthesiano de Severo Sarduy —los otros dos críticos de la revista. Aquella publicación, que reunió a esos hombres y además a otros muy similares a ellos, como Guillermo Cabrera Infante y Juan Goytisolo, va 70 Sigue teniendo vigencia el análisis que de esta publicación hiciera Ambrosio Fornet: "New World en español», Casa de las Américas, N° 40, enero-febrero de 1967 (pero ahora debe añadirse la compartida observación que en una reciente entrevista hiciera Fornet a propósito de Severo Sarduy, quien por supuesto no es un escritor «frana 'Cubano», y jamás debió haber sido dejado fuera de un diccionario de escritores de Cuba. Cf. Leonar jo Padura: «Tiene la palabra el cantarada Ambrosio», La Gaceta de Cuba, s e p t i e m b r e - o c t u b re de 1992, p. 5). 60 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR a ser relevada en estos días por otra que parece que contará esencialmente con el mismo equipo, más algunos añadidos: la revista Libre. La fusión de ambos títulos es suficientemente explícita: Mundo Libre. EL PORVENIR EMPEZADO La pretensión de englobarnos en el «mundo libre» —nombre regocijado que se dan hoy a sí mismos los países capitalistas, y de paso regalan a sus oprimi-das colonias y neocolonias— es la versión moderna de la pretensión decimo-nónica de las clases criollas explotadoras de someternos a la supuesta «civili-zación»; y esta última pretensión, a su vez, retoma los propósitos de los con-quistadores europeos. En todos estos casos, con ligeras variantes, es claro que la América Latina no existe sino, a lo más, como una resistencia que es menes-ter vencer para implantar sobre ella la verdadera cultura, la de «los pueblos modernos que se gratifican ellos mismos con el epíteto de civilizados», en frase de Pareto71 que tanto recuerda la que en 1884 escribiera Martí sobre la «civilización, que es el nombre vulgar con que corre el estado actual del hom-bre europeo». Frente a esta pretensión de los conquistadores, de los oligarcas criollos, del imperialismo y sus amanuenses, ha ido forjándose nuestra genuina cultura —tomando este término en su amplia acepción histórica y antropológica—, la cultura gestada por el pueblo mestizo, esos descendientes de indios, de negros y de europeos que supieron capitanear Bolívar y Artigas; la cultura de las clases explotadas, la pequeña burguesía radical de José Martí, el campesi-nado pobre de Emiliano Zapata, la clase obrera de Luis Emilio Recabarren y Jesús Menéndez; la cultura de «las masas hambrientas de indios, de campesi-nos sin tierra, de obreros explotados» de que habla la Segunda Declaración de La Habana (1962), «de los intelectuales honestos y brillantes que tanto abun-dan en nuestras sufridas tierras de América Latina», la cultura de ese pueblo que ahora integra «una familia de doscientos millones de hermanos» y «ha dicho: ¡Basta!, y ha echado a andar». Esa cultura, como toda cultura viva, y más en sus albores, está en marcha; esa cultura tiene, desde luego, rasgos propios, aunque haya nacido —al igual que toda cultura, y esta vez de modo especialmente planetario— de una sín-tesis, y no se limita de ninguna manera a repetir los rasgos de los elementos 71 Vílfrcdo Pareto: Tratado de sociología gneral, volumen II, cít. por José Carlos Mariátegui en Ideología y política, cir. en nota 63, p. 24. 61 TODO CALIBAN que la compusieron. Esto es algo que ha sabido señalar, pese a que sus ojos estuvieran alguna vez en Europa más de lo que hubiéramos querido, el mexi-cano Alfonso Reyes. Al hablar él y otro latinoamericano de la nuestra como una cultura de síntesis, ni él ni yo [dice] fuimos interpretados por los colegas de Europa, quienes creye-ron que nos referíamos al resumen o compendio elemental de las conquistas europeas. Según esta interpretación ligera, la síntesis sería un punto terminal. Y no: la síntesis es aquí un nuevo punto de partida, una estructura entre los ele-mentos anteriores y dispersos, que —como toda estructura— es trascendente y contiene en sí novedades. H 20 no es sólo una junta de hidrógeno y oxígeno, sino que —además— es agua72. Hecho especialmente visible si se toma en cuenta que esa agua partió no sólo de elementos europeos, que son los que enfatiza Reyes, sino también indíge-nas y africanos. Aun con sus limitaciones, Reyes es capaz de expresar, al con-cluir su trabajo: «y ahora yo digo ante el tribunal de pensadores internacio-nales que me escucha: reconocemos el derecho a la ciudadanía universal que ya hemos conquistado. Hemos alcanzado la mayoría de edad. Muy pronto os habituaréis a contar con nosotros»73. Estas palabras se decían en 1936. Hoy, ese «muy pronto» ha llegado ya. Si hubiera que señalar la fecha que separa la esperanza de Reyes de nuestra certi-dumbre —con lo difícil que suelen ser esos señalamientos—, yo indicaría 1959: llegada al poder de la Revolución Cubana. Se podrían ir marcando algu-nas de las fechas que jalonan el advenimiento de esa cultura: las primeras son imprecisas, se refieren a combates de indígenas y revueltas de esclavos negros contra la opresión europea. En 1780, una fecha mayor: sublevación de Tupac Amaru en el Perú; en 1804, independencia de Haití; en 1810, inicio de los movimientos revolucionarios en vanas de las colonias españolas de América, movimientos que van a extenderse hasta bien entrado el siglo; en 1867, victo-ria de Juárez sobre Maximiliano; en 1895, comienzo de la etapa final de la gue-rra de Cuba contra España —guerra que Martí previo también como una acción contra el naciente imperialismo yanqui—; en 1910, Revolución Mexicana; en los años veinte y treinta de este siglo, marcha de Prestes al inte-rior del Brasil (1925-1927), resistencia en Nicaragua de Sandino, y afianza-miento en el Continente de la clase obrera como fuerza de vanguardia; en 1938, nacionalización del petróleo mexicano por Cárdenas; en 1944, llegada 72 Alfonso Reyes: «Notas sobre !a inrciigcnciíi americana», Obras completas, t. XI, México, 1960, p. 88. 73. Op cit.,p. 90. 62 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR al poder de un régimen democrático en Guatemala, que se radicalizará en el gobierno; en 1946, inicio de la presidencia en la Argentina de Juan Domingo Perón, bajo la cual mostrarán su rostro los «descamisados»; en 1952, Revolución Boliviana; en 1959, triunfo de la Revolución Cubana; en 1961, Girón: primera derrota militar del imperialismo yanqui en América y procla-mación del carácter marxista-leninista de nuestra Revolución; en 1967, caída del Che Guevara al frente de un naciente ejército latinoamericano en Bolivia; en 1970, llegada al gobierno, en Chile, del socialista Salvador Allende. Fechas así, para una mirada superficial, podría parecer que no tienen rela-ción muy directa con nuestra cultura. Y en realidad es todo lo contrario: nuestra cultura es —y sólo puede ser— hija de la revolución, de nuestro mul-tisecular rechazo a todos los colonialismos; nuestra cultura, al igual que toda cultura, requiere como primera condición nuestra propia existencia. No puedo eximirme de citar, aunque lo he hecho ya en otras ocasiones, uno de los momentos en que Martí abordó este hecho de manera más sencilla y luminosa: «No hay letras, que son expresión,» escribió en 1881, «hasta que no hay esencia que expresar en ellas. Ni habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya Hispanoamérica». Y más adelante: «Lamentémonos ahora de que la gran obra nos falte, no porque nos falte ella, sino porque ésa es señal de que nos falta aún el pueblo magno de que ha de ser reflejo»74. La cultura latinoamericana, pues, ha sido posible, en primer lugar, por cuantos han hecho, por cuantos están haciendo que exista ese «pueblo magno» de «nues-tra América». Pero ésta no es, por supuesto, la única cultura forjada aquí. Hay también la cultura de la anti-América: la de los opresores, la de quienes trataron (o tra-tan) de imponer en estas tierras esquemas metropolitanos, o simplemente, mansamente, reproducen de modo provinciano lo que en otros países puede tener su razón de ser. En la mejor de las posibilidades, se trata, para repetir una cita, de la obra de «quienes han trabajado, en algunos casos patriótica-mente, por configurar la vida social toda con arreglo a pautas de otros países altamente desarrollados, cuya forma se debe a un proceso orgánico a lo largo de los siglos», y que al proceder así, dijo Martínez Estrada, «han traicionado a la causa de la verdadera emancipación de la América Latina»75. Todavía es muy visible esa cultura de la anti-América. Todavía en estruc-turas, en obras, en efemérides se proclama y perpetúa esa otra cultura. Pero 74 J.M.: ..Cuadernos de apuntes, 5» [1881], O.C., XXI, 164. 75 Ezequiel Martínez Estrada: «El colonialismo como realidad», cit. en nota 54. 63 AnteriorInicioSiguiente Tono CALIBAN no hay duda de que está en agonía, como en agonía está el sistema en que se basa. Nosotros podemos y debemos contribuir a colocar en su verdadero sitio la historia del opresor y la del oprimido. Pero, por supuesto, el triunfo de esta última será sobre todo obra de aquellos para quienes la historia, antes que obra de letras, es obra de hechos. Ellos lograrán el triunfo definitivo de la América verdadera, restableciendo su unidad a nuestro Continente, y esta vez a una luz del todo distinta: Hispanoamérica, Latinoamérica, como se prefiera [escribió Mariátegui], no encontrará su unidad en el orden burgués. Este orden nos divide, forzosamente, en pequeños nacionalismos. A Norteamérica sajona le toca coronar y cerrar la civilización capitalista. El porvenir de la América latina es socialista76. Ese porvenir, que ya ha empezado, acabará por hacer incomprensible la ocio-sa pregunta sobre nuestra existencia. ¿Y ARIEL, AHORA? Ariel, en el gran mito shakespeareano que he seguido en estas notas, es, como se ha dicho, el intelectual77 de la misma isla que Caliban: puede optar entre servir a Próspero —es el caso de los intelectuales de la anti-América—, con el que aparentemente se entiende de maravillas, pero de quien no pasa de ser un temeroso esclavo, o unirse a Caliban en su lucha por la verdadera libertad. Podría decirse, en lenguaje gramsciano, que pienso sobre todo en intelectua-les «tradicionales», de los que, incluso en el período de transición, el proleta-riado necesita asimilarse el mayor número posible, mientras va generando sus propios intelectuales «orgánicos». Es sabido, en efecto, que una parte más o menos importante de la inte-lectualidad al servicio de las clases explotadas suele provenir de las clases explotadoras, de las cuales se desvincula radicalmente. Es el caso, por lo 76 José Carlos Mariátegui: cic. en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana [1928], La Habana, 1963, p. xií. 77 «Intelectual» en el sentido lato del término, tal como lo emplea Gramsci en sus clásicas páginas sobre el tema, que suscribo plenamente. Por suficientemente conocidas no considero necesario glosarlas aquí: cf. Antonio Gramsci: Los intelectuales y la organización de la cultura, trad. de Raúl Sciarrcta, Buenos Aires, 1960. Con este sentido amplio se usó ya la palabra entre nosotros en el Seminario Preparatorio del Congreso Cultui.il de La Habana (1967), y últimamente Fidel ha vuelto sobre el tema, en su discurso en el Primer Coigreso Nacional de Educación y Cultura, al rechazar que la denominación sea usufructuada sólo por un pequeño grupo de «hechiceros», el cual «ha monopolizado el título de intelectuales», pret .'ndiendo dejar fuera de el a «los maestros, los ingenieros. los técnicos, los investigadores...». 64 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR demás clásico, de figuras cimeras como Marx, Engels y Lenin. Este hecho había sido observado ya en el propio Manifiesto comunista de 1848. Allí escri-bieron Marx y Engels: En los períodos en que la lucha de clases se acerca a su desenlace, el proceso de desintegración de la clase dominante, de toda la vieja sociedad, adquiere un carácter tan violento y tan patente, que una pequeña fracción de esa clase renie-ga de ella y se adhiere a la clase revolucionaria, a la clase en cuyas manos está el porvenir [...]. Y así [...] en nuestros días un sector de la burguesía se pasa al pro-letariado, particularmente ese sector de los ideólogos burgueses que se han eleva-do teóricamente hasta la comprensión del conjunto del movimiento histórico78. Si esto es obviamente válido para las naciones capitalistas de más desarrollo —a las cuales tenían en mente Marx y Engels en su Manifiesto—, en el caso de nuestros países hay que añadir algo más. En ellos, «ese sector de los ideó-logos burgueses» de que hablan Marx y Engels conoce un segundo grado de ruptura: salvo aquella zona que orgánicamente provenga de las clases explo-tadas, la intelectualidad que se considere revolucionaria79 debe romper sus vínculos con la clase de origen (con frecuencia, la pequeña burguesía), y tam -bien debe romper sus nexos de dependencia con la cultura metropolitana que le enseñó, sin embargo, el lenguaje, el aparato conceptual y técnico. Ese len-guaje, en la terminología shakespeai eana, le servirá para maldecir a Próspero. Fue el caso de José María Heredia, exclamando, en el mejor español del pri-mer tercio del siglo XIX: «Aunque viles traidores le sirvan,/ del tirano es inú-til la saña,/ que no en vano entre Cuba y España/ tiende inmenso sus olas el mar». O el de José Martí, al cabo de quince años de estancia en los Estados Unidos —estancia que le permitirá familiarizarse plenamente con la moder-nidad, y también detectar desde su seno el surgimiento del imperialismo nor-teamericano—: «Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas; y mi honda es la de David». Aunque preveo que a algunos oídos la sugerencia de que Heredia y Martí anduvieran maldiciendo les sonará feo, quiero recordarles que «tirano», «viles traidores» y «monstruo» tienen algo que ver con maldi-ciones. Shakespeare y la realidad parecen tener razón contra ellos. Y Heredia y Martí no son sino ejemplos arquetípicos. Últimamente, no han faltado tampoco los que han atribuido a deformaciones de nuestra Revolución 78 Carlos Marx y Federico Engels: Manifii.to del Partido Comunista, Obras escogidas en dos tomos, tomo 1, Moscú, s. f., p. 32. 79 Y hay que recordar que hace más de cuart nta años que Manátcgui escribió: «c'ste es un instante de nuestra historia en que no es posible ser efect ivamentc nacionalista y revolucionario sin ser socialista». J.C.M.: Siete ensayos..., cit. en nota 76, p. 26. 65 TODO CALIBAN —Caliban, no lo olvidemos, es visto siempre como deforme por el ojo hos-til—, la violencia volcánica de algunos discursos recientes de Fidel, como el que pronunciara en el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura. El que algunos de esos sobresaltados hubieran hecho el elogio de Fanón —otros posiblemente ni habían oído hablar de él, ya que guardan con la política, como dijo Rodolfo Walsh, la misma relación que con la astrofísica—, y ahora atribuyan a deformación o a influencia foránea una actitud que está en la raíz misma de nuestro ser histórico, puede ser prueba de varias cosas. Entre ellas, de total incoherencia. También de desconocimiento —cuando no de despre-cio— de nuestras realidades concretas, tanto en el presente como en el pasa-do. Lo cual, por cierto, no los autoriza para tener mucho que ver con nues-tro porvenir. La situación y las tareas de ese intelectual al servicio de las clases explota-das no son por supuesto las mismas cuando se trata de países en los que aún no ha triunfado la revolución socialista, que cuando se trata de países en los que se desarrolla tal revolución. Por otra parte, ya he recordado que el térmi-no «intelectual» es lo bastante amplio como para hacer inútil forzar la mano con simplificación alguna. Intelectual será un teórico y dirigente —como Mariátegui o Mella—, un investigador —como Fernando Ortiz—, un escri-tor —como César Vallejo. En todos esos casos, sus ejemplos concretos nos dicen más que cualquier generalización vaga. Para planteos muy recientes, relativos al escritor, véanse ensayos como «Las prioridades del escritor», de Mario Benedetti. La situación, como dije, no es igual en los países donde las masas popula-res latinoamericanas han llegado al fin al poder y han desencadenado una revolución socialista. El caso entusiasmante de Chile es demasiado inmedia-to para poder extraer de él conclusiones. Pero la revolución socialista cubana tiene más de doce años de vida, y a estas alturas ya pueden señalarse algunos hechos: aunque, por la naturaleza de este trabajo, aquí no me propongo sino mencionar rasgos muy salientes. Esta revolución en su práctica y en su teoría, habiendo sido absolutamen-te fiel a la más exigente tradición popular latinoamericana, ha satisfecho en plenitud las aspiraciones de Mariátegui: «no queremos, ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indo-americano»80. Por eso no puede entenderse nuestra Revolución si se ignoran «nuestra propia realidad», «nuestro propio lengua-je», y a ellos me he referido largamente. Pero el imprescindible orgullo de haber heredado lo mejor de la historia latinoamericana, de pelear al frente de una vasta familia de doscientos millones de hermanos, no puede hacernos olvidar que, por eso mismo, formamos parte de otra vanguardia aún mayor, de una vanguardia planetaria: la de los países socialistas que ya van apare-ciendo en todos los continentes. Eso quiere decir que nuestra herencia es también la herencia mundial del socialismo, y que la asumimos como el capí-tulo más hermoso, más gigantesco, más batallador de la historia de la huma-nidad. Sentimos como plenamente nuestro el pasado del socialismo, desde ios sueños de los socialistas utópicos hasta el apasionado rigor científico de Marx («aquel alemán de alma sedosa y mano férrea», que dijo Martí) y Engels; desde el intento heroico de la Comuna de París hace un siglo hasta el triunfo de la Revolución de Octubre y la lección imperecedera de Lenin; desde el establecimiento de nuevos regímenes socialistas en Europa a raíz de la derrota del fascismo en la llamada Segunda Guerra Mundial, hasta revolu-ciones socialistas en países asiáticos «subdesarrollados». Al decir que asumi-mos esta herencia —herencia que además aspiramos a enriquecer con nues-tros aportes—, no podemos olvidar que ella incluye, naturalmente, momen-tos luminosos y también momentos oscuros, aciertos y errores. ¡Cómo podrí-amos olvidarlo, si al hacer la historia nuestra (operación que nada tiene que ver con leer la historia de otros), nosotros también tenemos aciertos y errores, como los han tenido y tendrán todos los movimientos históricos reales! Este hecho elemental es constantemente recordado no sólo por nuestros enemigos abiertos, sino incluso por algunos supuestos amigos que lo único que parecen objetarle en el fondo al socialismo es que exista, lleno de gran-deza, pero también de dificultades, con lo impecable que se ve en los libros este cisne escrito. Y no podemos dejar de preguntarnos: ¿por qué debemos estar dando explicaciones sobre los problemas que afrontamos al construir el socialismo, a esos supuestos amigos, quienes, por su parte, se las arreglan con su conciencia permaneciendo integrados a sociedades explotadoras: y, en algunos casos, abandonando incluso nuestros países neocoloniales para demandar, con el sombrero entre las manos, un sitio en las propias socieda-des explotadoras? No: no hay por qué dar explicación alguna a personas así, a quienes, de ser honestas, debía preocupar el coincidir en tantos puntos con nuestros enemigos. La manera superficial con que algunos intelectuales que se dicen de izquierda (y a quienes, sin embargo, las masas populares parecen importar un bledo) se lanzan sin pudor a repetir al pie de la letra los criterios que sobre el mundo socialista propone y divulga el capitalismo, sólo muestra 67 Tono CALIRAN que aquellos intelectuales no han roto con él tan radicalmente como acaso quisieran. La natural consecuencia de esta actitud es que, so capa de rechazar errores —en lo que es fácil poner de acuerdo a tirios y troyanos—, se recha-ce también, como de pasada, al socialismo todo, arbitrariamente reducido a tales errores; o se deforme y generalice alguna concreta coyuntura histórica y, sacándola de sus casillas, se pretenda aplicar a otras coyunturas que tienen sus propios caracteres, sus propias virtudes y sus propios errores. Esto es algo que en lo tocante a Cuba hemos aprendido, como tantas cosas, en carne propia. Durante estos doce años, en busca de soluciones originales y sobre todo genuinas a nuestros problemas, ha habido una amplia discusión sobre cues-tiones culturales en Cuba. En la revista Casa de las Américas se han publica-do materiales de esta discusión: pienso especialmente en la mesa redonda que un grupo de compañeros realizamos en 19698'. Tampoco han sido remisos los propios dirigentes de la Revolución a expresar sus opiniones sobre estos hechos. Aunque, como dijo Fidel en 1961, «no tuvimos nuestra conferencia de Yenán»82 antes del triunfo de la Revolución, después de ese triunfo no ha dejado de haber discusiones, encuentros, congresos en que se abordaban estas cuestiones. Me limitaré a recordar algunos de los muchos textos de Fidel y el Che: en el caso de Fidel, su discurso en la Biblioteca Nacional el 30 de junio de 1961, que se publicó ese año —y así ha seguido siendo conocido— con el nombre de Palabras a los intelectuales; su discurso del 13 de marzo de 1969, en que planteó la uni-versalización de la Universidad, y al que nos referimos varias veces en nuestra mesa redonda de 1969, y por último su intervención en el reciente Congreso de Educación y Cultura. No son ni de lejos, naturalmente, las únicas veces en que Fidel ha abordado problemas culturales; pero creo que dan idea sufi-ciente de los criterios de la Revolución Cubana en este orden. Aunque han transcurrido diez años entre el primero de estos discursos —que estoy seguro que apenas ha sido leído por muchos de sus comentaristas, quienes se limitan a citar alguna que otra frase fuera de contexto— y el último, la lectura real de ambos lo que demuestra sobre todo, a diez años de distancia, es su coherencia. En 1971, Fidel dijo sobre las obras literarias y artísticas: Nosotros, un pueblo revolucionario, valoramos las creaciones culturales y artísti-cas en función de lo que aporten al hombre, en función de lo que aporten a la reivindicación del hombre, a la liberación del hombre, a la felicidad del hombre. 81 «Diez años de Revolución: el intelectual / la sociedad», Casa de las Américas, N° 56, septiembre-octubre de 1969. Se publicó también, con e' título El intelecfíui.1 y la sociedad, en México, 1969. 82 Fidel Castro: Palabras a los intelectuales, la Habana, 1961, p. 5. 68 AnteriorInicioSiguiente ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR Nuestra valoración es política. No puede haber valor estético sin contenido humano. No puede haber valor estético contra la felicidad del hombre. ¡No puede haberlo! En 1961, había dicho: Es precisamente el hombre, el semejante, la redención de sus semejantes, lo que constituye el objetivo de los revolucionarios. Si a los revolucionarios nos pregun-tan qué es lo que más nos importa, nosotros diremos: el pueblo y siempre el pue-blo. El pueblo en su sentido real, es decir, esa mayoría del pueblo que ha tenido que vivir en la explotación y en el olvido más cruel. Nuestra preocupación fun-damental serán siempre las grandes mayorías del pueblo, es decir las clases opri-midas y explotadas del pueblo. El prisma a través del cual lo miramos todo, es ése: para nosotros será bueno lo que sea bueno para ellas; para nosotros será noble, será bello y será útil, todo lo que sea noble, sea bello y sea útil para ellas. La misma frase de 1961 que tanto se ha citado fuera de contexto, hay que reintegrarla a éste para que adquiera todo su sentido: dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada. Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos, y el primer derecho de la Revolución es el derecho de ser y de existir. Nadie, por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los inte-reses de la nación entera, nadie puede alegar un derecho contra ella. Coherencia no quiere decir repetición. Que aquel discurso de 1961 y éste de 1971 sean congruentes, no significa que los diez años hayan transcurrido en vano. AI principio de sus Palabras a los intelectuales, había recordado Fidel que la revolución económica y social que estaba teniendo lugar en Cuba, tenía que producir inevitablemente, a su vez, una revolución en la cultura de nues-tro país. A esta transformación que sería producida inevitablemente por la revolución económica y social, y que ya anunció en 1961, corresponden, entre otras, las decisiones proclamadas en el discurso del 13 de marzo de 1969, sobre la universalización de la Universidad, y en el discurso del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en 1971. Durante esos diez años se ha ido produciendo una ininterrumpida radicalización de la Revolución que implica una creciente participación de las masas en el destino del país. Si a la reforma agraria de 1959 seguirá una revolución agraria, a la campaña de alfabetización seguirá la de seguimiento, y luego se anunciará una universali-zación de la Universidad, que supone ya la conquista por las masas de los pre-dios de la llamada alta cultura; mientras, paralelamente, el proceso de demo-cratización sindical hace sentir el indetenible crecimiento en la vida del país del papel de la clase obrera. 69 TODO CALIBAN En 1961 no hubiera podido ser así todavía; ese año se estaba realizando apenas la campaña de alfabetización: se estaban echando las bases de una cul-tura realmente nueva. Hoy, 1971, se ha dado un salto en el desarrollo de la cultura; un salto que, por otra parte, ya había sido previsto en 1961, e impli-ca tareas de inevitable cumplimiento por cualquier revolución que se diga socialista: la extensión de la educación a todo el pueblo, su asentamiento sobre bases revolucionarias, la construcción y afianzamiento de una cultura nueva, socialista. Para comprender mejor tanto las metas como los caracteres específicos de nuestra transformación cultural en marcha, es útil confrontarla con procesos similares en otros países socialistas. El hacer que todo un pueblo que vivió explotado y analfabeto acceda a los más altos niveles del saber y de la crea-ción, es uno de los pasos más hermosos de una revolución Las cuestiones culturales ocuparon también buena parte de la meditación de Ernesto Che Guevara. Es suficientemente conocido su trabajo El socialis -mo y el hombre en Cuba como para que sea necesario glosarlo aquí. Baste con sugerir al lector, eso sí, que no proceda como algunos que lo toman por sepa-rado, reteniendo, por ejemplo, su censura a cierta concepción del realismo socialista83, pero no su censura al arte decadente del capitalismo actual o su prolongación en nuestra sociedad; o viceversa. U olvidan cómo previo con pasmosa claridad algunos problemas de nuestra vida artística en términos que, al ser retomados por plumas menos prestigiosas que la suya, producirí-an objeciones que no se atrevieron a hacerle al propio Che. Por ser mucho menos conocido que El socialismo y el hombre en Cuba, qui-siera terminar citando con alguna extensión el final de un discurso que el Che pronunciara en la Universidad de las Villas el 28 de diciembre de 1959, es decir, al comienzo mismo de nuestra Revolución. La Universidad le había 83 Cierta concepción estrecha del realismo socialista —que el Che rechaza en este texto al mismo tiempo que rechaza la falsa vanguardia que so atribuye hoy el arte capitalista y su influencia negativa entre nosotros— no ha causado estragos en mestro arte, como dijo el Che, pero sí lo ha causado el temor extemporáneo a esa concepción, en un proceso que ha descrito bien Ambrosio Fornct: «Durante diez años [escribió], los novelistas cubanos sortearon hábilmente los peligros de una épica que podía llevarlos al esquematismo y la parálisis. En cambio, la mayor parte de sus obras, tanto en su contenido como en su forma, acusan un úre de timidez del que se libraron, por ejemplo, el cine documental y la poesía (y del que quizás se 1 bre la cuentística) [...] si la nueva narrariva, en el clima de libertad artística en que creció, hubiera atiavesado por un período épico, de exaltación ingenua de la realidad, quizás habría descubierto al menos un tono propio, que le hubiera exigido nuevas formas, y hoy podríamos hablar —es un decir— del vanguardismo épico de la narrativa cubana [...]. El riesgo debía asumirse a partir de una caída y no trat ando de evitarla, porque el hecho de que no se cayera en el panfleto no garantizaba que no se cayera en el mimetismo y la mediocridad». A.F.: «A propósito de Sacchario», Casa de las Américas, N° 64, eneto-febrero de 1971. 70 ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR otorgado al Che el título de Profesor Honoris Causa de la Facultad de Pedagogía, y el Che debía agradecer en ese discurso la distinción. Pero lo que sobre todo hizo fue proponerle a la Universidad, a sus profesores y alumnos, una transformación que requerían —que requeríamos— todos para poder ser considerados verdaderamente revolucionarios, verdaderamente útiles: No se me ocurriría a mí [dijo entonces el Che] exigir que los señores profesores o los señores alumnos actuales de la Universidad de Las Villas realizaran el mila-gro de hacer que las masas obreras y campesinas ingresaran en la Universidad. Se necesita un largo camino, un proceso que todos ustedes han vivido, de largos años de estudios preparatorios. Lo que sí pretendo, amparado en esta pequeña historia de revolucionario y de comandante rebelde, es que comprendan los estu-diantes de hoy de la Universidad de las Villas que el estudio no es patrimonio de nadie, y que la casa de estudios donde ustedes realizan sus tareas no es patrimo-nio de nadie, pertenece al pueblo entero de Cuba, y al pueblo se la darán o el pue-blo la tomará. Y quisiera, porque inicié todo este ciclo en vaivenes de mi carrera como universitario, como miembro de la clase media, como médico que tenía los mismos horizontes, las mismas aspiraciones de la juventud que tendrán ustedes, y porque he cambiado en el curso de la lucha, y porque me he convencido de la necesidad imperiosa de la Revolución y de la justicia inmensa de la causa del pue-blo, por eso quisiera que ustedes, hoy dueños de la Universidad, se la dieran al pueblo. No lo digo como amenaza para que mañana no se la tomen, no; lo digo simplemente porque sería un ejemplo más de los tantos bellos ejemplos que se están dando en Cuba, que los dueños de la Universidad Central de Las Villas, los estudiantes, la dieran al pueblo a través de su Gobierno Revolucionario. Y a los señores profesores, mis colegas, tengo que decirles algo parecido: hay que pintar-se de negro, de mulato, de obrero y de campesino; hay que bajar al pueblo, hay que vibrar con el pueblo, es decir, las necesidades todas de Cuba entera. Cuando esto se logre, nadie habrá perdido, todos habremos ganado y Cuba podrá seguir su marcha hacia el futuro con un paso más vigoroso, y no tendrán necesidad de incluir en su claustro a este médico, comandante, presidente de Banco y hoy pro-fesor de pedagogía que se despide de todos84. Es decir, el Che le propuso a la «universidad europea», como hubiera dicho Martí, que cediera ante la «universidad americana»; le propuso a Ariel, con su propio ejemplo luminoso y aéreo si los ha habido, que pidiera a Caliban el privilegio de un puesto en sus filas revueltas y gloriosas. La Habana, 7-20 de junio de 197